Fuente: https://www.nytimes.com
Ahora que España se prepara para conmemorar el quinto centenario de la
primera vuelta al mundo, vale la pena preguntarse cómo se ha
transformado lo que entendemos por "mundo". ¿Qué sucede hoy con el
modelo del viajero que descubre nuevas realidades?
Mientras España se prepara para conmemorar este año el quinto centenario de la primera vuelta al mundo, merece la pena preguntarse cómo ha cambiado en todo este tiempo lo que entendemos —precisamente— por “mundo”.
Porque
en realidad cuando Fernando de Magallanes convenció a Carlos I, a la
banca judía y a más de doscientos hombres para encontrar una nueva ruta
por el oeste entre Europa y las islas de las Especias, pese a las
aventuras de Colón durante las dos décadas anteriores, era imposible
entender el concepto “planeta Tierra”. Su itinerario se dio entre
grandes masas de agua: fue una línea incapaz de entender que a su
alrededor se erigía una esfera.
Cuenta Laurence Bergreen en el prólogo de su didáctica biografía Magallanes. Hasta los confines de la tierra
que el proyecto se le ocurrió en la NASA, mientras trabajaba en un
libro anterior sobre exploración espacial: “Oía comentarios sobre
Magallanes, que hacían referencia tanto al nombre de la nave espacial
lanzada a Marte por la NASA en 1989 como al explorador del
Renacimiento”.
El
viejo soldado que, tras ser despreciado por el rey Manuel, robó
secretos de estado en Portugal y consiguió que la Corona española
financiara su expedición incierta; el experimentado marino que consiguió
sobrevivir a varios motines, encontró un estrecho en el fin del mundo y
murió absurdamente a manos de indígenas asiáticos, sigue siendo —por
tanto— el modelo del viajero que descubre nuevas realidades.
Aunque
en verdad fuera Elcano quien logró cerrar el círculo y que un barco
maltrecho regresara a Sevilla para dar la buena nueva. Y aunque quien
seguramente dio la primera y dichosa vuelta sea el esclavo filipino de
Magallanes, Enrique de Malaca, cuando la expedición lo llevó de vuelta a
casa tras demasiados años al servicio del navegante.
A
excepción de Francis Drake y de los nativos, por el estrecho de
Magallanes no volvió a pasar nadie durante siglos, hasta que la
Ilustración se propuso mapear el globo y las primeras comunidades de
emigrantes europeos del sur de Argentina y de Chile aseguraron las
provisiones. Antoine de Saint-Exupéry —uno de los primeros escritores
globales— convirtió su experiencia como pionero de la aviación postal en
el fin del mundo en una novela precisa y preciosa: Vuelo nocturno.
Las
redes de comunicación, para entonces, ya eran una membrana que envolvía
nuestro planeta con densidad creciente. Es imposible fijar el inicio de
la globalización, pero ocurrió entre el viaje que lideró Magallanes en
1518 y el día en que alguien en Buenos Aires levantó el auricular y
telefoneó a alguien en Sídney, para conversar sobre algo que acababa de
ocurrir en París o en Tokio.
Por
ejemplo, a finales de enero de 1860, cuando en la reunión anual de la
Cámara de Comercio de Mánchester se constató la existencia de “una red
global integrada por una concatenada secuencia de procesos de producción
agrícolas, comerciales e industriales”, que partía de la compra “por
todo el mundo de algodón en rama” y su transporte a factorías
británicas, donde se transformaba en madejas de hilo y en telas, que
“eran finalmente enviadas por los distribuidores a los distintos
mercados mundiales”.
Así comienza El imperio del algodón. Una historia global,
un apasionante ensayo del historiador Sven Beckert que deconstruye el
mito de la Revolución Industrial como obra del progreso, rastreando las
rutas que unían las plantaciones de algodón con las fábricas inglesas,
el tráfico de esclavos con la explotación del proletariado, en el marco
de una construcción ideológica y práctica que tanto se puede llamar
imperialismo como capitalismo.
También es deslumbrante Las especias. Historia de una tentación,
de Jack Turner, que nos conduce desde la Ruta de la Seda hasta el siglo
XVIII, a través de las islas Molucas, Magallanes o la presencia de los
condimentos en la literatura, para que entendamos cómo durante siglos
las especias movieron el comercio mundial.
El algodón, las especias, el bacalao:
en los estudios globales algunos de los productos más codiciados por el
ser humano facilitan la escritura de una historia cultural que,
inevitablemente, se puede leer como arqueología de la globalización.
No es casual que los estudios globales
no se consolidaran hace setenta años, con la ONU, sino en este cambio
de siglo, con internet. No solamente por las mutaciones que provocó en
la comunicación académica y en la búsqueda en bancos de datos, sino por
el propio modelo conceptual: de pronto la red de redes no solo era una
idea, también era una realidad.
Fueron
hombres como Magallanes quienes impulsaron el paso del teocentrismo al
antropocentrismo: del cosmos explicado según la escala de Dios al
universo como sucesión de pasos y metros y millas, horizontes humanos.
Nuestra época protagoniza una tercera transición: hacia el
codigocentrismo.
Aunque Google Maps y Google Earth simulen poner a nuestro alcance hasta el último rincón del globo, lo que hacen en realidad es almacenar todos y cada uno de los metros cúbicos de la realidad en sus bancos de datos, para un procesamiento de la geografía que escapa de las capacidades de ningún científico de carne y hueso.
Aunque Google Maps y Google Earth simulen poner a nuestro alcance hasta el último rincón del globo, lo que hacen en realidad es almacenar todos y cada uno de los metros cúbicos de la realidad en sus bancos de datos, para un procesamiento de la geografía que escapa de las capacidades de ningún científico de carne y hueso.
Cuando
Magallanes escapó con información clasificada, con mapas secretos de la
Corona de Portugal, la cartografía era parcial, incompleta y estaba
equivocada. Ahora cada uno de nosotros lleva un mapamundi en la cabeza y
accede, en segundos, a un plano milimétrico de cualquier metrópolis de
la Tierra a través de nuestras prótesis tecnológicas.
Los científicos de la NASA se sienten inspirados por el explorador
portugués, pero lo cierto es que en estos cinco siglos hemos avanzando
poquísimo en los viajes espaciales en comparación con lo que lo hicieron
en poco más de una generación Colón, Vasco da Gama y compañía en la
exploración planetaria.
La
investigación biológica, genética y neurológica, por un lado; y la
informática y algorítmica, por el otro, han centrado nuestros esfuerzos
colectivos. Tras cartografiar el mundo entero descubrimos que había otro
mundo en nuestro interior e inventamos una membrana de crecimiento
exponencial para que lo recubriera todo. Si ya no quedaban terras incognitas en la dimensión física de lo real, tendríamos que generarlas matemáticamente, porque no sabemos vivir sin límites que superar.
Las
inteligencias artificiales son sin duda magallánicas: nos roban
secretos para seguir aprendiendo y conquistando. Pero por suerte también
hay, en el interior del cerebro de cada hombre y de cada mujer
contemporáneos, un pequeño y testarudo Fernando de Magallanes que, con
una esfera de luz en las manos, nos ilumina para ir más lejos: al fondo
de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.
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