martes, 29 de diciembre de 2020

Podcast Catástrofe Ultravioleta T03E10: Olvidos

 

 

Despedimos la temporada con algunos de los olvidos históricos en nuestro país. La memoria de Cajal desperdigada por los puestos de un rastro, una casa amarilla pionera en el estudio animal y el proyecto de un carpintero que quiere recuperar del olvido un galeón del siglo XVI.

Fuente: Podcast Catástrofe Ultravioleta 

 

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lunes, 28 de diciembre de 2020

Meme 28/12: ¿Qué es la astrobiología?

 


 

 

Revista de Indias: Vol. 80 Núm. 280 (2020)

 

 

  • Un capitán en el «ejército» de Indias en el siglo XVI: Juan de Ribamartín (1521-1576). Ángela Pereda López 
  • Biombos mexicanos e identidad criolla. Alberto Baena Zapatero 
  • Elites coloniales y sus esclavos armados: política, clientela y autogobierno doméstico en Minas en el siglo XVIII. Ana Paula Pereira Costa, Carla María Carvalho de Almeida
    A compreensão dos povos indígenas da América portuguesa por Alexandre Rodrigues Ferreira durante a Viagem Filosófica (1783-1792): A apropriação de uma tradução francesa de The History of America (1777), de William Robertson. Breno Ferraz Leal Ferreira 
  • Nestosanos en Guadalajara. Triunfo y decadencia de un grupo privilegiado, 1780-1836. Jesús Ruiz de Gordejuela Urquijo 
  • Estado, mercado y usos indígenas de la tierra: La Barrancosa (Buenos Aires, 1863-1906). Luciano Literas 
  • El físico Enrique Loedel Palumbo en el corredor científico Montevideo-Buenos Aires-La Plata: 1920-1930. Alejandro Gangui, Eduardo L. Ortiz 
  • Salud, inmigración y ayuda mutua en Argentina: el Centro Gallego de Buenos Aires entre la crisis y la emergencia de un nuevo sistema sanitario (1930-1950). María Liliana Da Orden 
  • Reseñas. Håkan Karlsson, Victor Peralta Ruiz, Antonio Santamaría García 


https://doi.org/10.3989/revindias.2020.i280 

 

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Video: Qué es un dios egipcio. Explicación necesaria para comprender la religión egipcia | Laura Egiptologia

 

 

Fuente: Laura Egiptologia 

 

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domingo, 27 de diciembre de 2020

Canción: Blanca Navidad de Alejandro Fernández, América, Camila, Valentina Fernández

 

 

Fuente: Alejandro Fernández

 

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Sin océanos no hay vida

 

 

Fuente: https://www.nytimes.com

Por: Fabien Cousteau, acuanauta y ambientalista, es fundador del Centro de Aprendizaje Oceánico Fabien Cousteau.

 

Este es un artículo de Turning Points, una serie especial que ensaya sobre lo que los momentos críticos de este año podrían significar para el próximo.

“Sin océanos no hay vida”. Por ser descendiente de la familia Cousteau, este mensaje casi está grabado en mi ADN. A lo largo de mis numerosos años de trabajo en defensa del medioambiente, también he procurado compartirlo con el mundo.

Por desgracia, la precaria condición en que se encuentran nuestros océanos en la actualidad es un indicador de que ese mensaje no le ha llegado a la mayoría de las personas.

Ahora que nos detenemos a reflexionar sobre los acontecimientos de 2020 —uno de los años más difíciles de la historia reciente, tanto en lo social como en lo científico— y a analizar qué rumbo deseamos seguir en adelante, es esencial que comprendamos una sencilla realidad: si nuestros océanos no están sanos, no tendremos un futuro saludable.

Muchos hemos experimentado la magia y la belleza del océano. Sin embargo, sabemos muy poco sobre su conexión vital con nuestra vida cotidiana, sobre los mecanismos con los que nos proporciona oxígeno para respirar y nutre los cultivos que nos alimentan.

En lo personal, cumplí el reto (que también considero un privilegio) de pasar 31 días continuos en un hábitat subacuático y esa experiencia me ha dado una perspectiva única sobre el valor intrínseco del océano como nuestro principal sistema de soporte vital. La verdad, en palabras de Arthur C. Clarke, es que Océano sería un nombre más adecuado para nuestro planeta que Tierra. Sin agua, la Tierra sería tan solo una más entre miles de millones de rocas flotantes en el negro vacío del espacio.

¿Cómo podemos cambiar nuestra perspectiva sobre la relación del océano con nuestro planeta? Podemos empezar por hacer caso de las lecciones de 2020. Si bien el coronavirus ha causado enormes sufrimientos y tragedias, también ha sacado a la luz algunas de las estructuras invisibles más arraigadas en nuestra vida diaria que agobian a nuestras comunidades, desde la injusticia racial hasta las desigualdades extremas en el acceso a la riqueza. Aunque estas realidades siempre han sido evidentes para algunas personas, muchos de nosotros solo nos percatamos de ellas debido a los cambios sísmicos creados por la pandemia.

La pandemia también ha servido para recordarnos cuán bella es la naturaleza. Conforme la COVID-19 se fue propagando por todo el planeta en la primavera y una nación tras otra fueron imponiendo medidas estrictas de confinamiento, el mundo natural reafirmó por un breve espacio su presencia: los turbios canales venecianos se tornaron cada vez más transparentes. El esmog se dispersó en las colinas de Hollywood. Los automóviles desaparecieron de las calles, lo que produjo una baja significativa, aunque temporal, en las emisiones de dióxido de carbono. Estos acontecimientos resultaron alentadores, pues mostraron que es posible lograr cambios drásticos y, a pesar de todo, existe la esperanza de un futuro más verde.

No obstante, otra consecuencia de la prolongada pandemia fue que se disparó el uso de plásticos desechables. Nuestros basureros están repletos de bolsas de plástico y guantes de látex. En las áreas urbanas, las alcantarillas de nuestras calles trasladan hasta los ríos numerosos cubrebocas que podrían dañar la vida marina. Aunque queramos ignorarlo, la realidad es que los plásticos que desechamos están ahogando a nuestros ecosistemas.

Tanto la contaminación ambiental como la pandemia comparten una característica inquietante: todavía es imposible observar sus mecanismos y procesos subyacentes a simple vista. No tenemos la capacidad de ver los contaminantes microplásticos que bien podríamos estar ingiriendo cuando comemos alimentos del mar, al igual que no podemos ver cómo pasan las gotículas respiratorias del coronavirus de una persona a otra. Por esta razón, estas amenazas pueden ser especialmente preocupantes.

Pero lo cierto es que no tenemos que librar solos estas batallas. Ninguno de nosotros tiene inmunidad natural contra el virus ni contra los efectos de la contaminación y el cambio climático. Sin embargo, si actuamos de manera conjunta, podemos lograr cambios verdaderos.

Acciones cotidianas y al parecer insignificantes pueden ayudar a combatir tanto la contaminación como el virus. Por ejemplo, utilizar tapabocas lavables y reutilizables es una forma sencilla de proteger la salud de los demás y también garantizar que una menor cantidad de plástico termine en el océano. Para proteger más nuestros ríos y canales, debemos tratar de no comprar artículos empacados en plástico, medida que, a su vez, repercutirá en una menor demanda de este tipo de productos.

Vivimos en un sistema cerrado. En realidad, es imposible “deshacernos” de las cosas. El plástico que tiramos a la basura por lo regular termina dentro del cuerpo de algún animal marino y luego encuentra la manera de volver a nuestro interior.

Al igual que mi abuelo, Jacques-Yves Cousteau, creo que protegemos aquello que amamos y amamos aquello que comprendemos. Tenemos la capacidad de determinar la magnitud de las crisis del coronavirus y el clima con solo aceptar las lecciones de la ciencia, incluso la terrible verdad de que la tardanza en actuar solo nos llevará a la devastación. Debemos comprender que estar del lado de la naturaleza es estar del lado de la humanidad.

Ahora, más que nunca, necesitamos tener esperanza. Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados y esperar a que llegue; debemos crear las condiciones para generarla.

Una de las maneras en que he decidido contribuir a un futuro más esperanzador y promover actividades para encontrar soluciones a los apremiantes problemas que enfrentamos es la creación de Proteus, un hábitat subacuático diseñado para ser la estación de investigación más avanzada del mundo. El primer hábitat de la red planeada de Proteus se ubicará a 18 metros de profundidad en el mar Caribe, frente a la isla de Curazao, y en esencia operará como una estación espacial internacional para la exploración del océano, en la que científicos y observadores de todo el mundo podrán vivir bajo el mar durante semanas o incluso meses.

Estas estancias les permitirán ir descubriendo más secretos del océano. Hasta ahora solo se ha explorado alrededor del cinco por ciento de los océanos del planeta, por lo que Proteus no solo responde a una necesidad urgente, sino que nos ofrece una oportunidad ideal para explorar con mayor profundidad el papel que desempeña el océano en el cambio climático y qué puede enseñarnos sobre las energías limpias y la sostenibilidad alimentaria.

Por supuesto, también podremos explorar la increíble biodiversidad del océano. ¿Qué descubrimientos médicos nos esperan gracias al estudio de nuevas especies?

El primer hábitat Proteus, que esperamos tener construido para 2023, tendrá un estudio de producción de videos que ofrecerá a millones de personas de todo el mundo la oportunidad de experimentar las maravillas de la vida submarina. Gracias a Proteus, más personas entenderán la fuerza de nuestro sencillo mensaje: sin océanos no hay vida.

Cada día que pasa sin que encontremos soluciones para la crisis climática es un día más que corremos el riesgo de perder otra especie debido a los devastadores efectos del calentamiento del planeta. El cambio climático no esperará a que pongamos en orden nuestras prioridades.

No obstante, no pierdo la esperanza. Una estación de investigación como Proteus es esencial para proteger nuestras aguas y garantizar nuestro futuro: estoy convencido de que es posible que el ambiente marino contenga compuestos naturales capaces de simplificar los problemas de esta pandemia o la próxima.

La historia nos ha enseñado que, en épocas de crisis extrema, la humanidad ha colaborado para compartir ideas, aplicar soluciones atrevidas y encontrar nuevas maneras de sobrevivir. Es momento de emprender acciones similares. Con la mirada puesta en 2021 y más adelante, debemos tomar, por fin, las medidas necesarias para proteger nuestros océanos, con base en la ciencia y el poder del ingenio humano. Nuestras vidas dependen de ello.

 

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Lorenzo y Pepita (27-Diciembre-2020)

 

 

Fuente: http://blondie.com 

Blondie (Pepita, Lorenzo o Lorenzo y Pepita en algunos países hispanohablantes) es una tira cómica estadunidense creada por Chic Young. Distribuida por King Features Syndicate y publicada en diversos rortativos desde el 8 de septiembre de 1930.1​ El éxito llevó a la creación de películas (1930-1950), programas de radio, historietas y una serie animada. "Blondie" en inglés es un diminutivo cariñoso que se traduce al español como Rubita, ya que en efecto, la protagonista de esta family strip es una joven notoriamente rubia

Garfield (27-Diciembre-2020)

 

 

Fuente: Garfield and Friends - The Official Site

Garfield es el nombre de la historieta creada por Jim Davis, que tiene como protagonistas al gato Garfield, al no muy brillante perro Odie, y a su dueño, el inepto Jon Arbuckle (Jon Bonachón en el doblaje latinoamericano). El protagonista se llama así por el abuelo de Davis, James Garfield Davis, que fue bautizado en honor al presidente estadounidense James A. Garfield.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Meme 21/12: Esta claro que los egipcios no tenían la tecnología necesaria para mover esos bloques de piedra y hacer las piramides

 


 

 

Estábamos equivocados: la COVID-19 sí afecta a los adultos jóvenes

 

 

Fuente: https://www.nytimes.com

Por: Jeremy Samuel Faust, Harlan M. Krumholz y . Faust es médico del Departamento de Medicina de Emergencia del Hospital Brigham Brigham and Women’s. Krumholz es profesor de medicina en Yale. Walensky, jefa de la división de enfermedades infecciosas del Hospital General de Massachusetts, ha sido nominada por el presidente electo Joe Biden para ser la directora de los CDC.

 

La mayor carga de la COVID-19 ha recaído indudablemente en personas mayores de 65 años, lo que representa alrededor del 80 por ciento de las muertes en Estados Unidos. Pero si sacamos momentáneamente eso de nuestra atención, algo más se hace visible: la corona de este virus.

Los adultos jóvenes están muriendo a tasas históricas. En una investigación publicada el miércoles en el Journal of the American Medical Association, encontramos que entre los adultos estadounidenses de 25 a 44 años, desde marzo hasta finales de julio, hubo casi 12.000 muertes más de las que se esperaban según las normas históricas.

De hecho, julio parece haber sido el mes más mortal entre este grupo de edad en la historia moderna de Estados Unidos. En los últimos veinte años, un promedio de 11.000 jóvenes estadounidenses adultos murieron cada julio. Este año ese número se incrementó a más de 16.000.

Las tendencias siguieron este otoño. Basándose en tendencias anteriores, se proyectó que alrededor de 154.000 personas de este grupo demográfico morirían en 2020. Superamos ese total a mediados de noviembre. Incluso si las tasas de mortalidad vuelven repentinamente a la normalidad en diciembre —y sabemos que no lo han hecho— preveríamos mucho más de 170.000 muertes entre los adultos estadounidenses de este grupo demográfico para finales de 2020.

Aunque todavía no se dispone de datos detallados para todas las áreas, sabemos que la COVID-19 es la fuerza motriz de estas muertes excesivas. Veamos al estado de Nueva York. En abril y mayo, la COVID-19 mató a 1081 adultos de entre 20 y 49 años, según las estadísticas que recogimos del Departamento de Salud del estado de Nueva York. Sorprendentemente, esta cifra supera la principal causa de muerte habitual del estado en ese grupo de edad —accidentes involuntarios, incluyendo sobredosis de drogas y accidentes de tráfico— que combinadas causaron 495 muertes en este grupo demográfico durante abril y mayo de 2018, el año más reciente para el que hay datos disponibles al público.

Después de que la horrenda primera oleada esta primavera en el noreste disminuyera, tendencias similares empezaron a aparecer en otras regiones durante el verano. A medida que el número de casos entre la población joven aumentaba en todo el país, la COVID-19 se convirtió en una de las principales causas de muerte entre los adultos más jóvenes de otras regiones. Si bien las muertes por el virus superaron temporalmente las muertes por opiáceos entre los adultos jóvenes en algunas zonas este año, también nos preocupa que las muertes por sobredosis involuntarias hayan aumentado también durante la pandemia.

Tampoco es una ilusión que las personas de color constituyan una fracción desproporcionada de los muertos. Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, entre los adultos de 25 a 44 años, las personas negras e hispanas constituyen no solo un número desproporcionado sino la mayoría de las muertes por COVID-19 hasta el 30 de septiembre.

Las políticas de quedarse en casa han salvado vidas, pero sus beneficios no se han distribuido equitativamente. Entre los trabajadores esenciales, muchos de los cuales son personas de color, quedarse en casa nunca fue una opción real.

Ponte en perspectiva y compara lo que experimentamos ahora con la epidemia del VIH/sida. Antes de que existieran tratamientos efectivos, vimos con horror cómo una enfermedad contagiosa pero prevenible destruía a adultos jóvenes en la flor de su vida. Se cobró la vida de miles de adultos en edad de trabajar cada mes. Y aunque demasiados siguen infectados, y demasiados mueren, los mensajes de salud pública ayudaron a aliviar la epidemia.

Ahora debemos ocuparnos de la COVID-19. Durante demasiado tiempo, se ha repetido el mensaje —por nosotros y nuestros colegas, por los funcionarios del gobierno y el público— de que la COVID-19 es peligrosa para los ancianos y que a los jóvenes les va bien. Es cierto que las muertes entre adultos de 25 a 44 años representan menos del tres por ciento de las muertes por COVID-19 en Estados Unidos, según el Centro Nacional de Estadísticas de Salud.

Pero lo que creíamos antes sobre la relativa inocuidad de la COVID-19 entre los adultos más jóvenes simplemente no ha sido confirmado por los datos emergentes. En el pasado, nos tomó demasiado tiempo responder a las epidemias de opiáceos y VIH/sida cuando los jóvenes comenzaron a morir en grandes cantidades. Ahora que tenemos información similar sobre la COVID-19, debemos abordarla inmediatamente.

Necesitamos enmendar nuestros mensajes y nuestras políticas ahora. La difusión en las próximas semanas y meses es imperativa. Sabemos que puede ayudar. El uso de medicamentos que salvan vidas como la metadona y la buprenorfina aumentó después de que la conciencia de la devastación de la epidemia de opiáceos se entendió de manera generalizada, lo que salvó muchas vidas. Necesitamos decirle a los jóvenes que están en riesgo y que necesitan usar cubrebocas y tomar decisiones más seguras sobre el distanciamiento social.

Esto es aún más importante ahora que las vacunas seguras y eficaces son una realidad. Las personas jóvenes y saludables ocupan un lugar bajo en la lista de prioridades para la vacunación. Eso significa que modificar el comportamiento ahora puede salvar miles de vidas jóvenes el próximo año.

Y ese es el quid de la cuestión. Nuestro mensaje ya no se trata simplemente de aplanar la curva para evitar que los hospitales se desborden. Ahora con las vacunas, nuestras políticas y nuestras elecciones individuales pueden salvar un número mucho mayor de vidas.

Ese es nuestro desafío. Cuanto antes entendamos esa realidad, mejor.

Jeremy Samuel Faust es médico en el Departamento de Medicina de Emergencia del Hospital Brigham and Women’s de Boston e instructor en la Escuela de Medicina de Harvard. Harlan M. Krumholz es profesor de medicina en la Universidad de Yale. Rochelle P. Walensky, jefa de la división de enfermedades infecciosas del Hospital General de Massachusetts y profesora de la Escuela de Medicina de Harvard, ha sido nominada por el presidente electo Biden para ser la directora de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades.

 

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domingo, 20 de diciembre de 2020

RFI: El hombre de Neandertal enterraba a sus muertos, como el Homo Sapiens

MUNDO CIENCIA

 

Escucha el podcast de RFI aquí: El hombre de Neandertal enterraba a sus muertos, como el Homo Sapiens

Por:Ivonne Sánchez

 

El hombre de Neandertal enterraba a sus muertos. Por lo menos el que vivía hace 41 mil años, poco antes de su desaparición, según un estudio pluridisciplinario liderado por el laboratorio de Historia Natural del Hombre Prehistórico del CNRS y del Museo Nacional de Historia Natural de París. Hasta ahora se creía que sólo el Homo Sapiens llevaba a cabo esta práctica que implica un pensamiento simbólico. Lo curioso de este hallazgo es que se originó gracias al traslado de unas cajas con fósiles humanos en el sur de Francia.

El Neandertal, es una especie extinta del género Homo que vivió en algunas partes de Europa y de Asia entre 230  y 40 mil años antes de Cristo.

Anatómicamente, los neandertales eran más robustos que el humano moderno, con tórax y cadera anchos y extremidades cortas. El cráneo se caracteriza por su doble arco superciliar.

Desde hace tiempo, hay un gran debate entre paleontólogos sobre si esta especie enterraba a sus muertos o si este rito era sólo propio del Homo Sapiens, capaz de tener un pensamiento cognitivo más complejo.

Pero esta investigación demuestra que en el sitio de la Ferrassie, en Dordoña, al sur de Francia, un niño neandertal de dos años fue enterrado por los suyos voluntariamente.

Un hallazgo fundamental para comprender mejor a esta especie extinta. Lo curioso es que el punto de partida de este hallazgo fue una mudanza del Museo de Historia Natural de París, el traslado de unas cajas con restos fósiles humanos, entre los que se encontraban fragmentos del esqueleto de un niño neandertal de dos años.

El equipo internacional de 14 investigadores fue  codirigido por Antoine Balzeau, investigador del CNRS/Museo Nacional de Historia Natural de París y por Asier Gómez Olivencia, investigador de la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertstitatea y de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, en España.

El esqueleto del niño fue descubierto hace 50 años en uno de los yacimientos neandertales más célebres, La Ferrasie, localizado en la comuna de Savignac de Mirement en Dordoña, al sur de Francia.

A comienzos del siglo XX, en este lugar se descubrieron seis esqueletos neandertales, dos esqueletos completos de adultos y 4 parciales de infantes.

Mucho después, en 1970 y 1973 se recuperó otro esqueleto de un niño de dos años denominado “La Ferrassie 8”.

Los restos humanos de este niño fueron estudiados y completados con colecciones o archivos relacionados con las excavaciones de la Ferrassie 8 de otras instituciones de París como el Museo del Hombre o el Museo de Arqueología de Saint Germain en Laye.

Además se llevó a cabo un trabajo de campo en el propio yacimiento y se pudo reconstruir la postura y  orientación del esqueleto. El estudio demuestra que los neandertales excavaron voluntariamente una fosa y depositaron ahí el cadáver de un niño de dos años.

Los resultados de este estudio han sido publicados en la prestigiosa revista científica Scientific Reports y demuestra por primera vez que no sólo el Homo Sapiens tenía ritos funerarios pero también el hombre de Neandertal. Una revolución en el mundo de la paleontología.

Entrevistado: Asier Gómez Olivencia,  paleontólogo de la Universidad del país Vasco, España y codirector de esta investigación junto con Antoine Balzeau.


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Podcast Nómadas: Fiyi: islas felices en los mares del sur

 

 

Es muy revelador que la palabra que abre cualquier conversación en fiyiano sea bula: vida. El saludo nacional es una invitación a la alegría, una luminosa manera de interactuar incluso con desconocidos. Las gentes de la República de Fiyi son de una amabilidad difícil de entender para alguien llegado de nuestras latitudes, una hospitalidad nada impostada. Se dice que los pobladores de esta nación mestiza son los más felices del mundo, en buena parte por el escenario que habitan, una sucesión de hermosas y fértiles islas tropicales. Nuestro viaje sonoro por el archipiélago cubre las tres principales –Viti Levu, Vanua Levu y Taveuni–, sin descuidar otras islitas encantadoras como las Mamanuca o las Yasawa. Nos acompañan los profesionales del turismo Juan Salvador Martínez, Xiaoxi Song, Pedro Montero y Begoña Palmero, que han vivido varios años en el país. Además surcamos esta región del Pacífico Sur tras la estela del navegante y entrenador de vela Pato Jamardo, conocemos el deporte nacional con el jugador de rugby Javi Martín y recorremos los caminos de Fiyi en bicicleta acompañados de Emilie Poudroux, que ha pasado medio año pedaleando entre playas, palmeras y montañas.

Fuente: RTVE: Podcast Nómadas  

 

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sábado, 19 de diciembre de 2020

Meme 19/12: Las especies y su distribución ¿cuál es cuál?

 


 

 

Podcast Catástrofe Ultravioleta T03E09: Tánatos 2

 

 

En este episodio seguimos indagando en el concepto de la muerte. Aquí vamos a dejar atrás el resto de especies que tratamos en el anterior capítulo y vamos a centrarnos en nuestros antepasados, ¿cómo se enfrentaron ellos a la muerte? No tenemos una máquina del tiempo, pero sí algo que siempre nos dice la verdad: los huesos.

Fuente: Podcast Catástrofe Ultravioleta

 

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viernes, 18 de diciembre de 2020

Los murciélagos no tienen la culpa

 

 

Fuente: https://www.nytimes.com

Por: Es autor de Spillover: Animal Infections and the Next Human Pandemic.

 

El orden de animales conocido como los quirópteros, los murciélagos, tiene una reputación poco entusiasta entre los humanos. Para decirlo de manera cordial: han sido calumniados y abusados durante siglos.

Algunas personas, principalmente desde la comodidad de la distancia y la ignorancia, perciben a los murciélagos como repulsivos y tenebrosos. Algunas personas les temen, con o sin fundamentos racionales. En ocasiones, los murciélagos son masacrados en grandes cantidades, indefensos en los lugares colectivos donde se cuelgan, cuando las personas los consideran amenazadores, inconvenientes, nocivos o deseables como comida.

La idea de una sopa de murciélago o murciélago rostizado produce repugnancia entre los comensales sensibles de Occidente, pero eso no es consuelo para las decenas de miles de zorros voladores (como se le conoce al más grande de los murciélagos frugívoros del Mundo Antiguo) que han sido cazados de manera legal por su carne y como deporte en Malasia en los últimos años. O para el murciélago frugívoro de las Marianas, arrastrado al olvido no solo por la pérdida de su hábitat en Guam y las islas vecinas, sino también por la introducción de una serpiente de árbol que los depreda y una tradición del pueblo nativo de los chamorros de comerlos como parte de un festín ceremonial. Casi 200 especies de murciélagos en todo el mundo están en peligro de extinción.

Además, este patrón de antipatía solo empeorará por la pandemia de la COVID-19 (dada la evidencia molecular que muestra que los murciélagos fueron el probable origen del nuevo coronavirus) a menos que reconozcamos los méritos y la belleza de estas criaturas, así como los prejuicios contra ellas.

La literatura antigua y el folclor registran una larga lista de creencias antimurciélagos: que fueron renegados en la batalla primordial entre aves y bestias, que estropeaban los huevos de las cigüeñas, que arrancaban a mordidas pedazos de jamones colgados para curar, que se enredaban a sí mismos en los cabellos de las mujeres, que fueron cómplices de Satanás en su esfuerzo por tomar el control de la naturaleza humana, que la sangre de murciélago podría servir como antídoto a la mordida de la serpiente y todo tipo de ideas sin sentido.

Sin embargo, la asociación del vampirismo con los murciélagos no es un mito. Tres especies de pequeños y escurridizos murciélagos del Nuevo Mundo se adaptaron para alimentarse exclusivamente de sangre de aves y mamíferos distraídos (originalmente pertenecientes a la vida salvaje, pero ahora también vacas, caballos y humanos dormidos con los pies expuestos). El más evidente de ellos es el murciélago vampiro común, Desmodus rotundus, conocido desde Uruguay hasta México y especialmente abundante en el sureste de Brasil. Estos murciélagos hematófagos tienen sensores de calor en su nariz para localizar concentraciones capilares, incisivos afilados para cortar la carne, saliva anticoagulante… el paquete completo. Como mosquitos peludos.

El “rotundus” (robusto) en su nombre científico refleja el hecho de que, después de arrastrarse por el suelo para dar un mordisco a los tobillos del ganado y beber sangre, se ponen tan gordos por la cena (eructo) que deben orinar el plasma y retener los glóbulos rojos antes de emprender el vuelo y volver adonde se cuelgan para dormir. De ahí es un pequeño salto hacia Drácula.

Algunas personas también culpan a los murciélagos por los patógenos peligrosos que portan (incluyendo el potencial precursor del nuevo coronavirus, SARS-CoV-2). Es posible que ese virus se haya pasado a los humanos de uno de los varios tipos de murciélagos de herradura del sur de China. Si así ocurrió, el fatídico evento probablemente tuvo más que ver con lo que algún humano quería de los murciélagos que con lo que algún murciélago quería de los humanos.

Los virus de los murciélagos se derraman sobre los humanos; no se trepan sobre nosotros. No nos buscan. Y la infección por derrame generalmente ocurre cuando irrumpimos en los hábitats de los murciélagos, excavamos su guano para usarlo como fertilizante, los capturamos, los matamos o los transportamos vivos a mercados o iniciamos cualquier otro tipo de interacción disruptiva.

Los científicos aún no han descubierto (y tal vez nunca lo hagan) cuál encuentro exactamente llevó este coronavirus a la humanidad. Sin embargo, puedes estar seguro de que no sucedió porque algún murciélago de herradura chino voló a Wuhan y mordió a un pobre hombre en el dedo del pie.

El más letal de los virus transmitidos por los murciélagos, para los humanos, es el de la rabia, ahora reconocido como un miembro de un grupo diverso llamado lisavirus (que viene de Lisa, la diosa griega de la ira frenética y la furia), la mayoría de ellos asociados con los murciélagos. Los humanos han estado conscientes de la rabia al menos desde Demócrito, en el siglo V a. C. La hemos visto en nuestros perros, que en ocasiones se vuelven locos, como en la película Su más fiel amigo, y a veces en alguna persona desafortunada que resultó mordida. La tasa de letalidad de la rabia, sin una rápida vacunación posterior a la exposición, es de casi el 100 por ciento y la enfermedad aún mata a decenas de miles de personas cada año.

Pero ¿de qué fuente original se contagió la rabia a los perros, a los mapaches, a los zorrillos o a otros carnívoros cuya saliva le ayuda a infiltrarse en una herida por mordida? La primera pista para resolver ese misterio llegó en 1911, cuando el virus de la rabia fue reportado entre murciélagos por un científico italiano en Brasil, Antonio Carini, quien notó el extraño detalle de que no parecía enfermar a los murciélagos. Eso indicó una larga relación entre los murciélagos y el virus, la cual quizás había alcanzado un acuerdo mutuo: un hábitat seguro para el virus, sin síntomas para el huésped.

Aunque la rabia era el tema que dominó la investigación en este campo durante gran parte del siglo XX, aparecieron otros cuantos virus transmitidos por murciélagos, la mayoría como descubrimientos incidentales por parte de científicos que estudiaban otra cosa. El virus del río Bravo, por ejemplo, encontrado entre algunos murciélagos de California en 1954 y relacionado con el virus de la fiebre amarilla, fue uno de ellos. El virus Tacaribe, transmitido tanto por murciélagos como por mosquitos en Trinidad, fue otro. Estos virus generaron artículos científicos, pero no titulares de periódicos, porque no estaban causando muertes humanas.

Pronto, también aparecieron algunos nuevos virus asesinos, aunque sin ningún vínculo claro con los murciélagos (al principio). El virus de Marburgo, así como el más letal e infame de los ébolas, ahora conocido como ebolavirus Zaire, causó una enfermedad espantosa y muerte con sus primeros brotes reconocidos entre humanos, a finales de la década de los sesenta y la de los setenta. Sin embargo, sus conexiones confirmadas (Marburgo) o probables (Zaire) con los murciélagos como reservorios fueron establecidas por la ciencia hasta más tarde.

Después, en 1994, un nuevo bicho extraño infectó por derrame a ciertos zorros voladores en el este de Australia, dejó un rastro terrible por un establo de caballos de carreras y mató a uno de los tres hombres que habían trabajado, en medio de grandes cantidades de sangre, para salvar a esos caballos. Un segundo hombre, un ayudante del establo, se enfermó de manera grave, pero sobrevivió. El tercer hombre era un veterinario llamado Peter Reid.

“Ese es”, me dijo Reid, doce años después, mientras estábamos sentados en su carro en medio de una expansión de casas nuevas cerca de Brisbane y contemplábamos una higuera solitaria que estaba de pie en una rotonda. “Ese es el maldito árbol”. El suburbio, en 1994, era un pastizal para caballos. Los murciélagos llegaron por los higos. La primera yegua infectada se cubrió con la sombra de ese árbol, se alimentó con pasto salpicado con heces de murciélago infectadas con el virus. De ella pasó a los otros caballos y a los hombres.

Ese virus recibió el nombre de Hendra, que era el suburbio de Brisbane donde ocurrieron las muertes de los caballos. Esto fue antes de que se volviera políticamente inaceptable nombrar a un nuevo virus terrible a partir del lugar donde surgió.

El virus Nipah, en 1998, en Malasia, también surgió de los murciélagos, y también pasó por un huésped amplificador (cerdos), también mató personas y lleva el nombre de un lugar: el poblado de Sungai Nipah, donde vive un criador de cerdos de 51 años de cuyo fluido cerebroespinal se aisló el virus por primera vez.

El virus original del síndrome respiratorio agudo grave (SRAG) apareció poco después, en 2002. Este virus también surgió de un murciélago y se cree que se transmitió mediante civetas comunes de las palmeras, y comenzó a enfermar a la gente en Shenzhen, China. Se propagó rápidamente a otros países en 2003, con varios eventos de superpropagación y un índice de letalidad elevado, pero se controló gracias a estrictas medidas de seguridad, cobró la vida de “solo” 774 personas.

El brote del SRAG de 2002-03 fue un acontecimiento que motivó a los científicos de enfermedades, quienes reconocieron que podría haberse convertido en una pandemia desastrosa si tan solo algunos factores hubieran sido diferentes: una respuesta más lenta por parte de los funcionarios de salud, esfuerzos desorganizados de contención o tal vez un coronavirus similar, pero capaz de propagarse mediante casos asintomáticos (¿no les suena conocido? Debería). El descubrimiento de la relación entre el murciélago y el SRAG dos años después llevó a la investigación sobre los virus y los murciélagos, según el destacado virólogo Charles H. Calisher, “de lo causal, fragmentado y local a lo planeado, metódico y mundial”, con la atención centrada con mayor fuerza en los murciélagos como los reservorios de los cuales han salido muchos virus nefastos.

Esa es una larga lista de animadversión, enemistades, resentimientos y acusaciones. Entonces, ¿qué se puede decir de los murciélagos, estas temidas y detestadas criaturas?

Se puede decir bastante.

Para comprender la grandeza de los murciélagos, hay que comenzar por imaginarse lo siguiente: estás a bordo de un pequeño barco de carga, que cobra 25 dólares, avanzando con dificultad por el mar abierto hacia una pequeña isla al este de Komodo, en el centro de Indonesia. Hay pocas poblaciones alrededor, poca gente y, seguramente, ningún hotel en este rincón remoto del archipiélago. Está comenzando a oscurecer y te apresuras hacia un puerto seguro al sotavento de una de estas islas, donde tú y el capitán del bote y sus dos hijos, quienes conforman la tripulación, pueden pasar la noche. Justo antes del anochecer, una enorme parvada de murciélagos frugívoros aparece por el oeste, volando alto, tal vez sean un millar, cada uno casi del tamaño de un cuervo.

Lo más probable es que sean acerodones, ‘Acerodon mackloti’, una especie endémica de Indonesia, y los virus que puedan portar todavía no han ocasionado ningún daño conocido a los humanos. Baten sus alas a un ritmo pausado mientras se mueven en procesión, con determinación, como gansos que emigran, hacia los lugares donde se alimentan de noche en alguna isla hacia el este. El sol que se oculta enciende el cielo de color durazno por un instante. La luna en cuarto creciente aparece en el horizonte y los murciélagos, en su ir y venir, la atraviesan. Son majestuosos.

Los acerodones son solo una de las más de 1400 especies de murciélagos que han contado los científicos. Eso es más que cualquier orden de mamíferos, a excepción de los roedores, y constituye alrededor del 20 por ciento de todos los mamíferos. Piénsalo: uno de cada cinco mamíferos en la Tierra, en un recuento de especies, es un murciélago. Algo deben estar haciendo bien.

Con base en otro estándar, los murciélagos son más diversos que los roedores si consideramos la variedad de sus rasgos ecológicos, psicológicos y de comportamiento, así como el gran número de especies. Viven en todos los continentes, a excepción de la Antártida, desde el norte del Círculo Polar Ártico hasta la Tierra del Fuego, y en algunas de las islas más remotas del mundo. Sus dietas incluyen insectos, pequeños mamíferos, reptiles, anfibios, peces que cazan cuando sobrevuelan el agua, frutas, flores, néctar, polen, hojas, escorpiones y sangre.

Algunos de ellos emigran, viajan largas distancias en busca de alimentos estacionales o temperaturas más cálidas. Algunos hibernan, principalmente en cuevas, para evitar las penurias del invierno. Muchos murciélagos de zonas templadas también son capaces de entrar en un letargo diario, al reducir su temperatura corporal y consumo de oxígeno mientras están inactivos, para ahorrar energía. Cuando vuelven a la actividad y toman vuelo, su tasa metabólica puede aumentar con rapidez en un factor de 14. Todas estas características se relacionan con dos grandes aventuras que la evolución les abrió a los primeros murciélagos: colonizaron el aire y se integraron a la oscuridad. En la actualidad duermen durante el día y vuelan durante la noche.

Fueron los primeros, y siguen siendo los únicos mamíferos capaces de propulsarse para volar. Eso es importante: al abrirse a una tercera dimensión especial, un vasto reino nuevo de actividad poco explorada por los demás mamíferos, el vuelo quizá sea lo que les permitió una diversificación tan extraordinaria.

Otro factor es la duración de su linaje. El primer fósil de murciélago conocido data de hace unos 50 millones de años, y dado que se parece al murciélago moderno, los albores de los murciélagos deben haber ocurrido mucho antes de eso. La primera ardilla voladora tal vez no apareció sino hasta 30 o 40 millones de años más tarde, cuando los murciélagos eran los mamíferos que dominaban el aire.

Para funcionar de noche, y llevar a cabo las inmersiones y lanzamientos aéreos necesarios para atrapar insectos voladores, sin pasar hambre o golpearse continuamente contra las ramas de los árboles o las paredes de roca, adquirieron otra capacidad fundamental: la ecolocalización. Se volvieron capaces de emitir pulsos de sonidos de alta frecuencia, algunos de ellos a través de sus narices, como gritos silenciosos, y recibir de vuelta los ecos con oídos muy sensibles. Esto les permite a sus cerebros ensamblar imágenes dinámicas del tamaño, forma, distancia y movimiento de las polillas zigzagueantes y de los saltamontes en caída libre que son sus presas.

Algunos de los murciélagos que emiten chillidos por la nariz, como murciélagos pequeños de herradura y los filostómidos, desarrollaron estructuras nasales complejas que ayudan a centrar sus pulsos sónicos. Algunos otros, mediante incrementos evolutivos, desarrollaron orejas enormes. El murciélago orejudo de Tomes, nativo de los bosques de Centroamérica y Sudamérica, presenta una combinación de ambas cosas: orejas puntiagudas y extensas como la vela de balón de un yate, más una nariz como la proa de un barco vikingo. Esto conforma un rostro de peculiar distinción —yo diría, un rostro que solo podría amar una madre, aunque a algunos quiropterófilos también les gusta— mientras el pobre animalito solo está tratando de ubicar su cena.

Los superlativos de los murciélagos son tanto anchos como largos: además de mostrar una gran diversidad colectiva, los murciélagos también tienen una alta esperanza de vida. Si un murciélago bebé sobrepasa el primer año de vida, tiene buenas posibilidades de vivir hasta 7 u 8 años. Mucho más tiempo que un ratón. En promedio, de acuerdo con un estudio, un murciélago vive más de tres veces más que un mamífero no volador del mismo tamaño y algunos pueden llegar a los 30 años, incluso en su estado silvestre.

Esta longevidad no se debe solo al letargo y la hibernación, que les otorgan largos periodos de reposo. Hasta los murciélagos que no hibernan llegan a la vejez, tal vez en parte porque el vuelo les permite escapar de los depredadores y quizá también porque el escape de los depredadores, que les extiende la vida, le ha dado a la selección natural darwiniana el tiempo y las razones para eliminar las mutaciones negativas que podrían causar enfermedades congénitas en los murciélagos de mediana edad, un bucle de retroalimentación positiva. Pero estas son suposiciones que invitan a una mayor investigación.

Otro enigma que ahora está a la vanguardia de la investigación sobre murciélagos, con un posible valor médico para los humanos, es cómo sus sistemas inmunitarios toleran las infecciones virales con tanto aplomo. Los murciélagos son portadores de muchos virus, y, sin embargo, por lo general no presentan ningún síntoma.

Al menos en algunos casos, la concentración de virus en su sangre tiende a ser baja. No presentan las mismas respuestas inflamatorias que otros mamíferos, lo que es bueno para su longevidad, porque las respuestas inflamatorias excesivas pueden ser peligrosas, ya que a veces sobrecargan el cuerpo con una reacción peor que la causa. La secuenciación de los genomas de varias especies de murciélagos ha revelado que estas criaturas son portadores de cerca de la mitad de los genes relacionados con la inmunidad que tienen los humanos.

¿Por qué la evolución socavaría las reacciones inmunitarias de los murciélagos? Una hipótesis es que es una compensación por el vuelo: volar implica un estrés fisiológico tal que un sistema inmunitario alerta podría reaccionar contra moléculas inestables producidas por el propio esfuerzo del animal. Desde este punto de vista, es mejor para el murciélago ignorar la presencia de los virus que sufrir síntomas autoinmunes por volar. Entonces, ¿podrían los murciélagos ayudar a los investigadores médicos a entender las enfermedades autoinmunitarias en los humanos? La respuesta a esa pregunta es una incógnita.

Aunque los primeros murciélagos eran pequeños insectívoros, los enormes murciélagos de la fruta se fueron hace al menos 35 millones de años, cuando el azar y la oportunidad evolutiva los llevó a sustituir la ecolocación (casi en su totalidad) por una vista precisa, así como la agilidad insectívora por el vegetarianismo y la corpulencia. Los más grandes son los zorros voladores, criaturas majestuosas con amplias envergaduras, rostros parecidos al de un perro, muelas para machacar la pulpa de la fruta y, en algunas especies, lenguas largas para beber néctar a lengüetazos.

Algunos son adorables, con cuerpo marrón rojizo, alas ocre oscuro y, en ocasiones, un cuello dorado. Casi siempre se cuelgan en los árboles, como los altos árboles de la seda que rodeaban un almacén ruinoso en particular, en el sur de Bangladés, donde un veterinario especializado en fauna silvestre llamado Jonathan Epstein, junto con su equipo de campo y yo, encontramos en 2009 una colonia colgada de entre 4000 y 5000 zorros voladores de India. Epstein había ido con la intención de atrapar a algunos de estos animales y hacerles pruebas para ver si portaban el virus Nipah.

La primera tarde, los dos expertos manipuladores de redes que acompañaban a Epstein escalaron a lo más alto de un árbol, los murciélagos se movieron, se despertaron, se espantaron y volaron hacia el cielo, uno tras otro, con lo que parecía ser precaución calmada, para escapar del disturbio. Al poco rato, toda la parvada estaba en el aire, revoloteando en círculos hacia el noreste, luego hacia adentro y hacia afuera de nuevo, ayudándose de las corrientes térmicas sin mover sus alas demasiado, como restos flotando en el enorme remolino de un río. Yo miré hacia arriba boquiabierto y Epstein me recordó —no estoy seguro si fue en ese momento o después— que abrir la boca debajo de un hervidero de este tipo de murciélagos podría ser una excelente manera de tragar guano cargado de Nipah.

A altas horas de la madrugada, regresamos, trepamos por una escalera desvencijada de bambú hasta el techo del almacén y tomamos nuestras posiciones, con mascarillas, gafas y guantes de protección y linternas en la cabeza, cuando el primer murciélago —de vuelta tras su búsqueda nocturna de comida— cayó en la red. Epstein tomó con fuerza al animal del cuello, protegido de las garras y los dientes afilados con sus guantes de soldador, mientras un colega desenredaba a la criatura de la red. Después arrojó al murciélago a una bolsa de tela en la que, para el amanecer, había otros cinco. Luego, en un laboratorio improvisado en el campo, Epstein y su equipo tomaron muestras de sangre y raspados bucales de los murciélagos anestesiados, con cuidado de no lastimarlos.

Cuando el sol salió completamente, todos salimos. Para entonces, una pequeña multitud, de adultos y niños, se había reunido para ver la extraña situación. Epstein liberó a cada animal con delicadeza: alzaba un brazo en alto para que el murciélago extendiera sus alas y patas con libertad y después se dejara caer por voluntad propia para luego aletear justo antes de tocar el suelo y alejarse volando lentamente. Epstein se dirigió a la multitud, con la ayuda de un colega que interpretó sus palabras: “Son muy afortunados de tener a tantos murciélagos”. Polinizan las plantas, esparcen las semillas, generan los árboles frutales, explicó. En su discurso había un mensaje implícito, pero no mencionado: si los dejan en paz, si mantienen su distancia, quizá no les contagien la enfermedad del virus Nipah.

Epstein —uno de esos expertos interdisciplinarios con un título de medicina veterinaria, un doctorado en ecología y una maestría en salud pública— ahora es vicepresidente de EcoHealth Alliance, una organización de investigación y conservación dedicada a la salud humana y animal. En una conversación reciente me recordó, tal como lo hizo con aquellos campesinos en Bangladés, los beneficios que conllevan los murciélagos.

Tienen un papel sumamente importante en la perdurabilidad de los bosques latifoliados tropicales. Comen un inmenso tonelaje de insectos al año. En Tailandia, los murciélagos de labios arrugados proporcionan protección contra una plaga peligrosa del arroz. En Indonesia, otros murciélagos reducen la carga de insectos en el cacao cultivado a la sombra. Una sola colonia de murciélagos morenos en el Medio Oeste de Estados Unidos consume 600.000 escarabajos del pepino en un año, con lo que impide que 33 millones de larvas de escarabajos del pepino se alimenten del cultivo del siguiente año. Los murciélagos de cola libre comen polillas del gusano cogollero en Texas. Según un estimado, desde 2011, la depredación de los murciélagos hacia los insectos le ahorraba 23.000 millones de dólares al año a la agricultura estadounidense. El total global es incalculable. “Los murciélagos son demasiado importantes como para dejar que se pierdan”, afirmó Epstein.

Sin embargo, se están perdiendo en muchas partes del mundo, debido a la destrucción de su hábitat, al exterminio directo y, a un ritmo catastrófico en América del Norte en los últimos 14 años, debido a un nuevo problema: una enfermedad contagiosa. Se llama el síndrome de la nariz blanca y es causada por un hongo patógeno que aparentemente llegó de Europa. En este caso, los humanos son el portador y los murciélagos son las víctimas.

Winifred Frick es la científica jefa de Bat Conservation International y ha estudiado el síndrome de la nariz blanca casi desde sus inicios. La enfermedad se manifestó por primera vez en una cueva turística al oeste de Albany, Nueva York, en febrero de 2006, donde un espeleólogo fotografió a unos murciélagos en modo de hibernación con una pelusa polvosa blanca en sus hocicos, como escarcha en la barba de un esquiador. Un año después, biólogos del estado de Nueva York encontraron a miles de murciélagos muertos con un vello parecido en otra cueva cercana. Para 2008, Frick, entre otros, estaba trabajando para resolver este problema, que se convirtió en una crisis para los murciélagos que hibernan en América del Norte.

“Se propagó con mucha rapidez”, me dijo hace poco por Skype mientras andaba en su caminadora. Yo ya sabía que Frick era una científica capaz de hacer varias cosas a la vez, pues la conocí cuando asistimos a una cena grupal en un recinto elegante durante la clausura de una conferencia internacional sobre murciélagos en Berlín y ella trajo consigo a su hijo de 4 meses, Darwin. A estas alturas, el síndrome de la nariz blanca está en 33 estados estadounidenses y provincias canadienses, me dijo, y ha causado un declive del 90 por ciento en las poblaciones conocidas de tres especies de murciélagos, además de pérdidas en al menos otras cuatro. Millones de murciélagos han muerto.

Afirmó que una de las tres especies más afectadas, el murciélago de orejas largas, había “desaparecido por completo”, en cuestión de tres años, de algunas áreas donde solía hibernar. Las poblaciones de murciélagos que hibernan en América del Norte podrían extinguirse parcial o totalmente.

El hongo se desarrolla fácilmente en entornos fríos y húmedos como las cuevas, y se aferra a los murciélagos en sus periodos de letargo e hibernación, cuando sus sistemas inmunitarios no están alertas, no solo ante los virus sino también ante otras infecciones. “Casi podemos imaginarlos como pequeñas placas de Petri frías”, dijo Frick. El hongo crece con mucha fuerza, causa irritación y despierta a los murciélagos en pleno invierno, tras lo cual ellos vuelan, gastan sus preciadas reservas de grasa en buscar insectos que no están ahí y mueren.

El mismo hongo suele encontrarse en murciélagos de Europa, pero con efectos relativamente leves y sin evidencia de mortalidad masiva, tal vez esto se debe a que su presencia es conocida desde hace tiempo y esas poblaciones se han adaptado. ¿Cómo llegó a América del Norte? Nadie lo sabe con certeza, según Frick. “No tenemos evidencia irrefutable, pero la explicación más frugal es que vino adherido a las botas de alguien”, especuló. Una mancha invisible de esporas fúngicas, en el calzado de un turista casual o de un espeleólogo profesional que regresó recientemente de explorar el noreste de Francia o Alemania, podría haber sido suficiente. Los murciélagos no vuelan entre Europa y Estados Unidos, pero la gente sí.

Estoy seguro de que esta analogía es evidente para todos, la repugnante simetría que no le ofrece consuelo a nadie: la COVID-19 es una enfermedad catastrófica para los humanos, su origen probable está en los murciélagos y fue detonada por la acción humana; el síndrome de la nariz blanca es una enfermedad catastrófica para los murciélagos, su origen se desconoce y fue detonada de nuevo por la acción humana. Los humanos somos una especie numerosa, asombrosa y poderosa. Los murciélagos son muchas especies diversas, asombrosas y vulnerables.

Eso pone algo de responsabilidad en nuestras manos. Nuestras vidas y nuestra salud están entrelazadas a las de ellos. Si pudiéramos hablar con los murciélagos para ofrecer una tregua y llegar a un acuerdo, yo sugeriría empezar con cinco palabras: “Gracias. Sin rencores. Lo siento”.

 

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