domingo, 31 de octubre de 2021

Vagando se conoce gente

 

Junto a su perro Charley posa John Steinbeck, que
registró entretenidos viajes con su mascota. 


Desde hace rato, los motivos para viajar han sido infinitos y los sustentan desde las excusas más íntimas a los propósitos más desquiciados: recreativos o antropológicos, económicos o militares, científicos (Darwin, por ejemplo) o curativos. En incontables casos, descansan en la ilusión de entrar en otro tiempo, otro huso horario, menos esclavo, más promisorio.

Nació venturoso: el relato de viajes coincide con el origen de la literatura, en la Grecia de la mismísima Odisea. Donde vivió el maestro de no pocos viajeros contemporáneos, Patrick Leigh Fermor; donde está enterrado Bruce Chatwin, artífice de En Patagonia. Viaje y literatura son tan indivisibles que decir “literatura de viajes” se parece a querer bautizar un género como “literatura de personas”.

Entre otros males, un viaje puede remediar falta de imaginación y escasez de vocabulario, de manera que en esa tentación han caído toda clase de autores: Goethe, Dickens, Defoe, Twain, Flaubert y Máxime du Camp (juntos y por separado), Johnson y Boswell (solos y de a dos), Stendhal, Stevenson, Henry James, Lawrence, Huxley, Isherwood, Ackerley, Waugh, Greene, Orwell, Mandelstam, Morand, Mansilla, Sarmiento, Salvador Novo, Abelardo Arias, Bernardo Kordon, y siguen las firmas locales y foráneas. Priman dos categorías: la del escritor viajero puro y duro y la del gran escritor que consigna sus viajes. Adicto a los nombres, Chatwin sabría que pretender una lista completa sería como intentar firmar en el fondo del Atlántico.

Las dos puntas de la historia del género señalan, en sus inicios y hasta los años 80, la precariedad absoluta y luego relativa; desde entonces y cada vez más radicalmente, la predictibilidad total. Hilaire Belloc, autor de A Path to Rome, decía que hay dos modos de ser feliz: quedarse en un mismo lugar la vida entera o dar la vuelta al mundo para regresar a ese lugar en la vejez.

El dominio británico en esta especialidad es abrumador: Robert Byron, Norman Douglas, Freya Stark, Sybille Bedford, Peter Fleming, Wilfred Thesiger, Norman Lewis, Rebecca West, Gavin Young, Eric Newby, Alan Booth, Colin Thubron, Redmond O’Hanlon y por supuesto V.S. Naipaul (que hizo el viaje inverso, abandonando el Caribe e instalándose en Inglaterra, para luego salir disparado en todas las direcciones). Cualquiera de ellos hace bastante más que enseñarle al lector cómo arreglárselas con las picaduras de serpiente, cómo mantenerse abrigado en noches glaciales en carpa, o cómo refrenarse de apuntarle a un puma.

Viajeros ingleses de siglos rectilíneos acompañaron los bríos de conquista de su imperio pero actuando más bien como doble agentes: personajes reservados, que se aventuran con mapas precarios, fuera de temporada, dotados con la puntería que obsequia la orfandad. Por esa razón son el reverso de un imperio –reino unido de nubarrones y aguaceros– del que se fugaban. Los excursionistas sajones no partían a colonizar sino a pasar desapercibidos, a merecer la invisibilidad. Y esa táctica de templarios para observar y anotar alcanzó su óptimo complemento, con la mayoría de ellos, en la transparencia de la prosa.

Para ubicar a Jan Morris –que pasó por dos nombres– hay que entroncarla en esa tradición de errantes escapados de una isla sitiada por la bruma. Lo que la diferencia es que pocos de sus colegas estuvieron tan ligados al periodismo. Nacida James Morris en 1926 –su cambio orgánico y nominal de sexo sobrevino en 1972–, fue enviada como tal en 1953 a cubrir la ascensión al Everest que terminaría siendo la primera llegada exitosa a esa cima utópica.

Para cuando escaladores y sherpas hicieron cumbre –Morris lo cuenta en La coronación del Everest sin subrayar la ironía– su barba se había puesto tupida. Mandó la noticia en código para que ningún otro medio la interceptara. La peripecia implicó diversos sacrificios y Morris los acató a pesar de que los artículos se publicaban sin firma. Fue su primera y última primicia como cronista y catalogó el logro como el último del Imperio Británico. (Exactamente veinte años después, Peter Matthiessen volaría al Himalaya y concebiría El leopardo de las nieves, otro clásico del género).

El colonialismo británico no se destacaba por ser particularmente amable con cualquier nativo (sí con el así llamado color local), y la conquista del Everest, apenas fuera de una India subyugada, no revestía un tinte comercial ni implicaba maltrato social, pero servía para alarde de arrogancia chauvinista de parte de los medios londinenses. Galesa republicana, Jan Morris (1926-2020) sería autora de la trilogía Pax Britannica y había sido oficial de inteligencia del ejército inglés: “Jamás creí en la idea de imperio, pero me sentí estéticamente atraída. Y me sentí atraída por su decadencia, por esa melancolía que se le adhería”.

Casado más de medio siglo con su mujer Elizabeth, con quien tuvo cinco hijos, a menudo Morris viajaba en familia a los puntos y países más distantes: Venecia, Oxford, Cuba y Moscú, pero también Cuzco, Puerto Montt, Lima, Varsovia, Suazilandia, Omán, Líbano, Odessa, Helsinki, Ghana, Nigeria, Etiopía y Albania, dieron pie a innumerables crónicas que luego reunió en volúmenes monográficos o recopilatorios. Se sabe que es transcribiéndolo que un recorrido se convierte en un viaje ideal. En una antología de su obra admitió que había eliminado los pasajes descriptivos; le parecían superfluos ahora que todos los lectores “han estado por todas partes”.

Cómoda tanto en la montaña como en un contexto urbano, en la historia y en el presente, Morris sostenía que los viajeros frecuentes conforman un Cuarto Mundo, una diáspora soberana. “Es la nación de ninguna parte y su capital natural es Trieste”, a la que le dedicó el que consideró su mejor libro.

Después de su publicación declaró que no quería hacer más libros porque en Trieste había llevado la identificación con un lugar suficientemente lejos, es decir demasiado lejos. La definió como una ciudad elusiva, alucinatoria, en la que cualquier cosa puede ser verdad. Y soltó una definición que podría funcionar como vara y paradigma: “En Trieste los animales muy rara vez se asustan de las personas; para mí es una señal clara de cualidad cívica”.

Fue con un perro, justamente, que en 1962 John Steinbeck se embarcó en el periplo que registró en Viajes con Charley, abordo de una especie de casa rodante que bautizó Rocinante y que los llevó de una costa a la otra, de Nueva York a California. Lo hizo con la misma afabilidad que Graham Greene –católico de doble fondo, viajero impenitente– desplegó esa década en su semificción Viajes con mi tía, travesía encantadoramente inverosímil que termina con el dúo en Paraguay, involucrados en el tráfico ilegal de cigarrillos y alcohol hacia Argentina. (Es cerca de ese país vecino, en Corrientes, que Greene ubicó una de sus novelas favoritas, El cónsul honorario, en cuyo original inglés se ocupó especialmente de conservar ciertos vocablos locales, como alfajor).

La frontera borrosa de lo legal en países remotos y no tan remotos está bien retratada por Robert Byron en su magistral Viaje a Oxiana. Lo inesperado y lo excéntrico se dan cita puntual en las colinas, montañas y cumbres del norte de Afganistán y en Persia (Irán) y le dan ocasión a Byron de ratificar la razón callada de casi todo viaje: la de mantenerse joven. Se presentan problemas de traslado pero invariablemente asoman los subrepticios facilitadores en tierra extranjera.

El de Robert Byron –tan distinto de ese otro desertor, Lord Byron– es un diario íntimo, en peligro de ser confiscado, pleno de la vivacidad que le imprime un humor incisivo y una capacidad descriptiva del todo desenvuelta. La arquitectura y los personajes anómalos despiertan lo mejor de Byron: un embajador afgano “se veía como un tigre vestido de judío”.

Un diario o bitácora desdoblada podría haber sido Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, pero eligió convertirlo en un simulacro de epistolario. A él le sobraba el elemento primario de este género y de todos los otros: voz. En las tolderías pampeanas que anticipaban en medio siglo las que levantaría Byron en Persia y Wilfred Thesiger y la valiente Freya Stark en los desiertos árabes, el dandy criollo al que no se le caía ningún anillo arranca con un acertijo sufí: “Todos los escritores tienen una palabra favorita que los traiciona”.

Para todo viajero, el exotismo es a menudo gastronómico, y aun los parajes más inhóspitos pueden ofrecer un tour gourmand. Anota Mansilla: “A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nuevas York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir ‘Lugar del Tigre’”.

La compañía indicada es una de las llaves de cualquier viaje –o por el contrario, garantizarse la mayor soledad posible– y la suiza Annemarie Schwarzenbach elegía amigas fotógrafas o escritoras que subía a un Ford para aventurarse por África o sitios como el perseguido e indescifrable Irán. “Diario impersonal” llamaba a su Muerte en Persia quien había sido educada como varón por una madre hija de un general: “Ya estamos acostumbrados a la condición que nos es propia en este país: no somos libres ni un instante, no somos nosotros mismos, lo ajeno se apodera de nosotros y nos aleja de nuestro propio corazón”.

La fotogénica Annemarie era adicta a la morfina pero su muerte fue causada por un accidente en bicicleta. Todo lo que escribió está marcado por una poderosa fuerza urgida y reactiva: “Incluso cuando hablo de la vida que hacíamos en la expedición el relato dista mucho de ser una confesión personal. ¿Las noches en la terraza de Persépolis? ¿Las conversaciones ebrias? ¿Nuestras borracheras esporádicas y la pipa de hachís que Bibenski se fumaba en alguna que otra velada? Eso es tan impersonal como la melancolía del país de Mazanderán, o como el pitido estridente del barco ruso en el puerto de Pahlevi. E igual de impersonal es divisar al alba la delicada nube en torno a la evanescente cima del Demavend y reconocerla una noche, en la penumbra de la tienda, cual sustancia irreal en torno a los rígidos hombros de un ángel”.

Trasponiendo los pretextos y objetos de su atención, a todos los seducidos por Asia les cabe el síndrome de Stendhal y sus síntomas: taquicardia, por ejemplo, ante la abrumadora belleza de las obras de arte de Italia. El autor de Paseos por Roma era menos pedestre y prostibular que Flaubert en Egipto, cuya destreza epistolar conseguía redimir cualquier obsesión de marras.

Una travesía también se realiza para cristalizar en secreto el afecto por un escritor. Las magníficas cartas de Marcel Schwob recogidas en Viaje a Samoa dan cuenta de una potencia lírica a la altura de su adoración incondicional por Robert Louis Stevenson. Es en las misivas de éste, reunidas de En los mares del sur, que puede apreciarse la transformación de un peregrino en un sedentario. El autor de La isla del tesoro viajó a Samoa para quedarse; había elegido morir en otro lado, en el reverso del planisferio. Son sus partes de guerra contra una naturaleza indócil y contra la informalidad de los locales que contrataba para construirse una casa.

Los mejores libros de viajes son reportes de mundos que ya no existen. El uso inicial de esas obras caducó; ya son victoriosamente obsoletas, es decir pura literatura, y permiten ampliar ese imperio privado, íntimo, intocable, configurado por los lugares visitados. Ya no es cuestión de comportarse como esos padres amarretes que no llevan a sus hijos pequeños a ciertos viajes porque dicen que después no los van a recordar.

¿Quién dijo que uno lee porque no puede viajar? En todo caso, las promesas de leer este libro y aquel otro son muy similares a las promesas que uno se hace a sí mismo para cuando regrese de un viaje.

 

Fuente: https://www.clarin.com/revista-enie

Por: Matías Serra Bradford

 

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