domingo, 14 de abril de 2024

'Navidad negra': la venganza oculta de Simón Bolívar contra el pueblo más leal a España

 

 

Fuente: https://www.abc.es

Por: Manuel P. Villatoro

 

La llegada a España de Napoleón Bonaparte, el personaje de moda en las últimas semanas, cambió el tablero de ajedrez internacional. Al otro lado del Atlántico, en los territorios rojigualdos de ultramar, la castiza guerra de liberación contra el galo espoleó los movimientos de emancipación del ya no tan Nuevo Mundo. Al calor de aquellos tumultos emergió además un tipo tan popular como controvertido: Simón Bolívar. Porque sí, el hombre que lideró durante dos décadas la guerra para conseguir la independencia de Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela y Colombia atesoró también episodios oscuros contra los pueblos que se mantuvieron fieles a la Monarquía hispánica.

De entre todos ellos, existe uno que ha derivado en mil discusiones por parte de los historiadores: la llamada 'Navidad negra' de 1822. El 24 de diciembre de ese mismo año, las tropas del edecán de Bolívar, Antonio José de Sucre, penetraron en la ciudad de San Juan de Pasto, en el corazón del Virreinato de Nueva Granada, para teñir de barbarie y sangre la contienda. Allí, en la cordillera andina, acabaron con la vida de medio millar de hombres, mujeres y niños que se habían declarado leales a España. El episodio escandalizó incluso al que fuera amigo personal de Bolívar, Daniel Florencio O'Leary, cuyas palabras sobre aquella pesadilla fueron recogidas por el cronista decimonónico Rufino Gutiérrez:

«La esforzada resistencia de los pastusos habría inmortalizado la causa más santa o más errónea, si no hubiera sido manchada por los más feroces hechos de sangrienta barbarie con que jamás se ha caracterizado la sociedad más inhumana; y en desdoro de las armas republicanas, fuerza es hacer constar que se ejercieron odiosas represalias, allí donde una generosa conmiseración por la humanidad habría sido, a no dudarlo, más prestigiosa. Prisioneros degollados a sangre fría, niños recién nacidos arrancados del pecho materno, la castidad virginal violada, campos talados y habitaciones incendiadas, son horrores que han manchado las páginas de la historia militar de las armas colombianas en la primera época de la guerra de la independencia».

Germen de la revuelta

La guerra que asoló el Virreinato de Nueva Granada –hoy parte de Ecuador, Colombia, Panamá y Venezuela– se cuenta entre las más cruentas de la región y se extendió hasta mucho después de la fundación de la República de Colombia –la llamada 'Gran Colombia'– en 1819. Aunque, de entre todas las regiones realistas de la zona, hubo una suerte de pequeña aldea gala que se transformó en un verdadero escollo para las tropas de Bolívar: San Juan de Pasto. La larga resistencia de sus habitantes a las ideas independentistas se vio favorecida por los privilegios que habían adquirido durante su etapa colonial, sus firmes convicciones monárquicas y católicas, y un rechazo a los mangoneos que arribaban desde la nueva república.

«En Pasto se sostuvo una oposición a la independencia porque implicaba la desaparición de una monarquía que protegía sus propiedades colectivas frente a los abusos históricos cometidos por los terratenientes criollos que simpatizaban con la república», explicaba el historiador Felipe Arias a la cadena BBC en 2019. A esta larga lista de causas se sumó la zona privilegiada en la que se asentaba Pasto; un valle rodeado de montañas que, en palabras del experto, convertían la población en una fortaleza natural contra los hombres de Bolívar. Las cifras no mienten: desde los primeros vientos independentistas, esta urbe resistió durante 15 años los envites del enemigo.

Con lo que no contaba Bolívar era con que las llamas de ese sentimiento realista no se habían extinguido y que no tardarían en crepitar. En octubre de 1822, la región se alzó en armas por enésima vez contra los ejércitos de la 'Gran Colombia'. Al frente de las tropas se pusieron dos antiguos oficiales del ejército leal: el español Benito Boves y el pastuso Agustín Augalongo. Y durante las primeras semanas pusieron en aprietos a sus enemigos a golpe de guerrilla. Pero, como toda acción conlleva una reacción, los independentistas enviaron a la zona al Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre –uno de los mejores amigos del 'Libertador'– con un amplio ejército formado, entre otros, por el veterano Batallón Rifles.

A partir de entonces se vivió una etapa de golpes y contragolpes en la que los pastusos demostraron su tenacidad con varias victorias. El mandoble más doloroso se lo propinaron al ejército de Sucre en la batalla de Cuchilla de Taindalá, acaecida a finales de noviembre de 1822. Edgar Bastidas Urresty, autor de 'Las guerras de Pasto', confirma en sus muchos artículos sobre el tema que el general tuvo que hacerse fuerte y aguardar hasta la llegada de refuerzos un mes después. Ya con sus ansiados refuerzos, derrotó a los realistas en Yacuanquer y les obligó a retirarse hasta San Juan de Pasto. En palabras del autor, aquello condenó a los revoltosos:

«Para no dar lugar a que se organizara la defensa de Pasto, el general Sucre dispuso el avance de su ejército al amanecer del 24. En las horas del mediodía aparecieron por el sur de Pasto las vanguardias del Rifles. Boves trató de hacerse fuerte en la colina donde está el templo de Santiago y en pequeños montículos cercanos, pero todo fue inútil. El Ejército patriota entró sin mayores esfuerzos, ocupó las calles y al atardecer, la resistencia había terminado. Boves y los curas que le eran adictos huyeron hacia el Putumayo. Agualongo y su colaborador Merchancano se ocultaron».

Navidad negra en Pasto

Fue entonces cuando se desató el infierno. Con las tropas realistas vencidas y, en su mayor parte, huidas, las tropas de Sucre entraron a San Juan de Pasto y dieron rienda suelta a su barbarie. Según una buena parte de los expertos, bajo las órdenes de un Bolívar que anhelaba dar un escarmiento ejemplar a los realistas. Murieron medio millar de hombres, mujeres y niños, amén de la larga lista de tropelías que perpetró el Batallón Rifles. «Ocupada la ciudad, los soldados cometieron todo género de violencias. Los mismos templos fueron campo de muerte. En la iglesia matriz le aplastaron la cabeza con una piedra al octogenario Galvis», desvela el historiador Leopoldo López Álvarez en uno de sus artículos.

El historiador de mediados del siglo XX, Alberto Montezuma Hurtado, dejó escrito también que «bajo la vista del general Sucre, los vencedores se entregaron al saqueo de la ciudad, distinguiéndose por sus atrocidades el famoso Batallón Rifles, con su jefe Arturo Sanders a la cabeza». La venganza recayó sobre familias enteras que acabaron bajo tierra. No hubo piedad para nadie; ni siquiera para las esposas y chiquillos que se escondieron en la iglesia de San Juan de Pasto. Todos ellos abrazaron a la Parca tras un desfile de cuchilladas, bayonetazos y fusilamientos. Heridos, rendidos, lisiados... Todo aquel que no huyó de la urbe fue castigado, como explicó José María Obando, testigo de los tristes sucesos:

«Las puertas de los domicilios se abrían con la explosión de los fusiles para matar al propietario, al padre, a la esposa, al hermano y hacerse dueño el brutal soldado de las propiedades, de las hijas, de las hermanas, de las esposas; hubo madre que en su despecho saliese a la calle llevando a su hija de la mano para entregada al soldado blanco, antes que otro negro dispusiese de su inocencia; los templos llenos de depósitos y de refugiadas, fueron también asaltados y saqueados; la decencia se resiste a referir por menor tantos actos de inmoralidad ejecutados en un pueblo entero que de boca en boca ha trasmitido sus quejas a la posteridad».

El número total de bajas todavía está en entredicho. El general de la época Tomás Cipriano de Mosquera recalcó que habían caído más de cuatrocientas personas. A cambio, explicó, «el gobierno nacional solamente tuvo seis muertos y cuarenta heridos». Aunque otros tantos como el historiador Pedro Fermín Cevallos apuntan que el número pudo ascender hasta los ochocientos. Lo que está claro es que la barbarie contó con la aprobación de un Bolívar que, en 1825, todavía llamaba a la destrucción de la urbe: «Los pastusos deben ser aniquilados, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país una colonia militar. De otro modo, Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto».

 

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