Imágenes de Kuélap, Perú. En el sentido de las manecillas del reloj:
una flor en las montañas sobre el valle del río Utcubamba;
el patio en la Casa Hacienda Achamaqui; té de hoja de coca;
una entrada a las ruinas de Kuélap
Estaba
parada en un bosque nuboso en el norte del Perú a unos 3000 metros por
encima del nivel del mar, rodeada de los más de cuatrocientos hogares
cilíndricos y edificios ceremoniales que conforman el mayor asentamiento
de los chachapoyas, o la cultura del Guerrero de las Nubes. En la
lejanía había muros de piedra caliza de 20 metros de alto. La vegetación
tropical brotaba de las grietas de la roca y las bromelias rojas se
aferraban a los árboles cubiertos de musgo. En todas las direcciones
podía ver zonas de cultivo repartidas en la tierra como parches
extendidos en los costados de las montañas, sobre el valle del río
Utcubamba.
Esta
visita a las ruinas preincas de Kuélap fue la primera vez en mi
recorrido de un año a través de cada destino de la lista de los 52 lugares para visitar en 2018
que tenía compañía: dos colegas mujeres de Nueva York. Durante varias
horas de paseo por esas ruinas en la niebla casi no hablamos. A ninguna
nos importó que estuviéramos empapadas por la lluvia que no había parado
desde que llegamos.
“Creo
que esto me gusta más que Machu Picchu. Mucho más”, dijo una de mis
compañeras. Parte de mí se preocupa de arruinarlo por contarle de Kuálep
a la gente.
En
efecto hay algunas similitudes. Ambos sitios fueron el hogar de
civilizaciones antiguas y ambos están en lo alto de los Andes que
pertenecen al mismo país verde y dramáticamente escarpado. No obstante, a
pesar de que Kuálep —que The New York Times había colocado en el número
veintinueve en la lista— a veces es llamado “el Machu Picchu del
norte”, tuvo 60.000 visitantes el año pasado, un aumento en comparación
de los 30.000 de 2009. En cambio, Machu Picchu tuvo 1,4 millones de visitantes en 2017.
Imagínate el mismo tipo de vínculo con espíritus antiguos, pero sin las
filas ni los agresivos vendedores ambulantes de recuerdos.
Habiendo dicho esto, no dejes de ir a una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno
solo para ser diferente o evitar multitudes. Kuélap podría apreciarse
mejor en una segunda visita al Perú: llegar ahí implica un esfuerzo
titánico y las señalizaciones son tan pocas que necesitarás un guía para
entender lo que estás viendo. Los arqueólogos han explorado solamente
el 20 por ciento del sitio y el turismo no comenzó a llegar ahí hasta
2012.
Cualquier
modo de transporte es arduo. Los viajeros con presupuesto limitado
generalmente llegan hasta la ciudad de Chiclayo, en la costa noroeste
del país, y después toman un autobús nocturno que hace un recorrido de
diez horas por las montañas. Con poco tiempo y preocupadas por los
asaltos a autobuses de los que nos habían advertido, volamos a la ciudad
de Jaén, en la selva, donde el aeropuerto recientemente comenzó a
recibir un vuelo de LATAM desde Lima por día. Desde ahí, aún tuvimos que
viajar en auto durante tres horas y media a través de los Andes hasta
nuestro hotel, Casa Hacienda Achamaqui,
que lleva abierto un año, una villa colonial situada en un valle
fluvial, con balcones de madera y veredas de ladrillo rojo construidas
para realizar caminatas contemplativas.
Otro
viaje de cincuenta minutos en auto por una carretera en su mayor parte
de terracería nos llevó al pequeño pueblo de Nuevo Tingo, donde se
inauguró un teleférico hasta la base de Kuélap en 2017. Nos tomó veinte
minutos de vértigo atravesar 4 kilómetros de desfiladeros, una distancia
que solía requerir un recorrido de dos horas en auto o cuatro horas a
pie. Desde ahí —¡desde ahí!— subimos a caballo unos quince minutos por
un sendero de montaña lodoso hasta las ruinas. La mujer que estaba
guiando a mi caballo caminaba sobre el barro descalza. Cuando le
pregunté si mi caballo se sentía bien, ella se rio y respondió: “¡No
habla! ¡Es un caballo!”.
Afuera
de los muros, los lugareños habían instalado puestos para vender
plátanos asados rellenos de queso. Adentro, vimos una de las tres llamas
que, según nuestro guía, Michel Richard Feijóo Aguilar,
habían sido traídas hace cinco años solo para que las vieran los
turistas. Nos mostró patrones en piedra en forma de diamantes que él
afirma representan los ojos de animales sagrados como jaguares,
serpientes y cóndores y también nos hizo observar los huesos humanos en
los muros de las casas. “A los chachapoyas les gustaba compartir sus
espacios con sus ancestros”, dijo. El descubrimiento más importante
entre estos huesos ha sido la evidencia de que los chachapoyas realizaban trepanaciones,
una forma de intervención quirúrgica cerebral que involucraba perforar
el cráneo para aliviar presión después de que los guerreros recibían
golpes en la cabeza.
Los
arqueólogos creen que Kuélap estuvo poblada del año 500 al 1570. Los
chachapoyas sobrevivieron a una ocupación inca de finales del siglo XV,
pero abandonaron el asentamiento cuando el virrey español Francisco
Álvarez de Toledo introdujo un programa evangélico que forzó el
desplazamiento de poblaciones indígenas de sus comunidades nativas hacia
ciudades coloniales. El sitio en su mayor parte quedó intacto desde
entonces. Los españoles jamás vivieron ahí y los chachapoyas restantes
regresaban solo a enterrar a sus muertos. “Kuélap es un gran
cementerio”, dijo Feijóo Aguilar. (Los Sarcófagos de Carajía, siete
ataúdes tallados con forma humana y con momias en el interior en un
acantilado por encima de la garganta de un río, es otra zona turística).
La
capital de la región, Chachapoyas, podría parecer una base ideal, pero
preferimos Achamaqui. La comida se nos hizo aburrida porque en nuestro
hotel estaba el único restaurante a 32 kilómetros, pero desayunamos
todos los días con vista a un río e incluso nos consentimos con masajes
por unos 30 dólares.
Esos
masajes resultaron ser esenciales después de una caminata de ida y
vuelta de seis horas y 12 kilómetros que hicimos a las cascadas de
Gocta, también con lluvias torrenciales, a través de lodo, lodo y más
lodo. Técnicamente son dos cascadas y están entre las más altas del
mundo. Comenzamos a maravillarnos al inicio del recorrido, que ofrece
vistas panorámicas, puentes desvencijados y visitas a caballos, alpacas y
ovejas. Un perro callejero decidió unírsenos a mitad de camino y nos
siguió el resto del trayecto, como un Lassie peruano.
Pasé
tres horas cuesta arriba del camino de regreso quejándome: “¡Perdí toda
la motivación!” y los siguientes tres días casi no pude caminar porque
me dolían mucho las pantorrillas. Sin embargo, no cambiaría un año de
comodidad en casa por lo que sentí estando allá, sin escuchar nada que
no fuera el ruido del agua, que se arremolinaba en lo que parecía el
interior de una nube en el fin del mundo.
Consejos prácticos
Casi todos los puntos de viaje en el Perú pasan por el aeropuerto de Lima, el más caótico con el que me he topado en un mes y medio de viajes en solitario a través de América (el de Miami es el segundo). Primero, cuidado con el tránsito para llegar a él: nos tomó dos horas de un viernes por la noche cubrir una distancia que, según mi conductor, toma veinte minutos a mitad de la noche. Cuando abordamos el vuelo hacia Jaén, nos obligaron a documentar nuestras maletas —y después vimos que muchos de los pasajeros se subían con la suya—. Las enormes multitudes son en su mayoría familias que se despiden; esquívalas y estarás más tranquilo.
Consejos prácticos
Casi todos los puntos de viaje en el Perú pasan por el aeropuerto de Lima, el más caótico con el que me he topado en un mes y medio de viajes en solitario a través de América (el de Miami es el segundo). Primero, cuidado con el tránsito para llegar a él: nos tomó dos horas de un viernes por la noche cubrir una distancia que, según mi conductor, toma veinte minutos a mitad de la noche. Cuando abordamos el vuelo hacia Jaén, nos obligaron a documentar nuestras maletas —y después vimos que muchos de los pasajeros se subían con la suya—. Las enormes multitudes son en su mayoría familias que se despiden; esquívalas y estarás más tranquilo.
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