PÁTZCUARO,
México — En la cima del monte más alto de esta ciudad junto a un lago
se encuentra la Basílica de Nuestra Señora de la Salud, construida en el
siglo XVI, con sus paredes encaladas y columnas de piedra roja.
A
la vuelta de la basílica hay una puerta de madera enmarcada en piedra
labrada, señalada con una cruz, que se mantiene abierta desde las nueve
de la mañana hasta las dos de la tarde, y nuevamente de cuatro a seis.
“Rezamos por usted”, dice un cartel sobre la puerta.
Adentro,
la habitación es austera y algo oscura, excepto por la luz de una
ventana de madera, y tres puertas cerradas. Detrás de ellas hay un
convento que alberga a una veintena de monjas dominicas.
Pero
el convento también da auspicio a una cantidad aún mayor de residentes
inesperados: una colonia de salamandras en peligro de extinción. Los
científicos las conocen como Ambystoma dumerilii, pero las monjas y todos los demás en Pátzcuaro las llaman achoques.
Con
el cuidado de las religiosas, unos trescientos achoques viven en
acuarios y bañeras blancas a lo largo de un pasillo y dos habitaciones
contiguas del convento. Las monjas se mantienen en parte con la venta de
un jarabe para la tos hecho con la piel de las salamandras.
Pero los achoques de la basílica son cada vez más valiosos por otra razón.
Fuera
del convento no es posible hallarlos más que en el lago de Pátzcuaro;
las cantidades disminuyen rápidamente. Hay otras colonias pequeñas en
otros sitios de la ciudad, pero ninguna es tan grande como la que está
en la basílica. La iniciativa de las dominicas puede ser clave para la
permanencia de los achoques.
“Por
eso consideramos que las monjas son vitales para su futuro”, dijo
Gerardo García, curador y experto en especies en peligro de extinción
del zoológico Chester, en Inglaterra.
Las
salamandras son unos pequeños monstruos maravillosos con piel granular
de un color que se asemeja al de la mostaza Dijon. Tienen cierto
parecido con el personaje de La historia interminable, Falkor, una mezcla de dragón y perro que vuela.
En
comparación con otras salamandras, estas son inmensas; las más grandes
miden hasta 30 o 40 centímetros. Aunque lo que más destaca son sus
branquias: filamentos lujosos y rojizos que enmarcan sus cabezas como si
fueran melenas y ondulan suavemente en el agua.
La
principal cuidadora de los achoques en la basílica es la hermana Ofelia
Morales Francisco. Una tarde hace poco recibió a los visitantes con un
hábito blanco, su velo negro bien puesto y un rosario de cuentas azules
en la mano.
A
veces, cuando se le hacían preguntas, respondía solo con una sonrisa.
Pero alrededor de los achoques ella se abre, orgullosa de presumir a sus
protegidos anfibios.
Los
tanques relucen de limpios, cada uno con un aireador fabricado con
media botella de refresco llena de piedras pequeñas y tela. En un
aparador arriba de los tanques hay una figura de un Niño Jesús vestido
como doctor que vigila a los animales.
Las
hermanas antes hacían el jarabe con las salamandras del lago. Cuando
empezaron a desaparecer, establecieron la colonia en el convento porque
les preocupaba perder el negocio del jarabe.
“¿Qué
íbamos a hacer? ¿Dejar de producirlo?”, dijo la hermana Ofelia. Pero,
con el tiempo, ella y las demás monjas se dieron cuenta de la
importancia que ese trabajo tenía para la conservación.
“Se
trata de proteger a una especie de la naturaleza”, dijo. “Si no
trabajamos para cuidarla y protegerla, va a desaparecer de la creación”.
Un ambiente en peligro
Al igual que los ajolotes,
sus primos más conocidos y extravagantes, los achoques pasan toda su
vida bajo el agua. Como adultos mantienen las branquias que la mayoría
de las salamandras solo presentan cuando son larvas acuáticas.
Con
el aumento progresivo de la población humana en los alrededores del
lago de Pátzcuaro, uno de los más grandes en México, la calidad del agua
se ha visto afectada.
Los
deslaves exacerbados por la deforestación llevan cieno y polución hacia
el lago. Las aguas residuales sin tratar son volcadas allí y una planta
invasiva de jacinto se extiende por las orillas. Las áreas para el
pastado de vacas llegan directamente hasta las zonas pantanosas del
lago.
Para
empeorar las cosas, en los años treinta fueron introducidas
intencionalmente en el lago lobinas negras y en 1974 llegaron las mucho
más destructivas carpas. Se comen los huevos y larvas de los achoques.
Entre 1982 y 2010 el lago, de por sí poco profundo, perdió más de tres metros de su volumen debido
a una disminución de las lluvias y al aumento de los sedimentos. Hay
esfuerzos para rehabilitar Pátzcuaro, pero su éxito ha sido limitado.
Los
achoques no son las únicas salamandras mexicanas en problemas. De las
diecisiete especies en México, doce aparecen en la lista roja de
especies amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la
Naturaleza.
En
el mundo, las salamandras enfrentan varios peligros, desde la pérdida
de su hábitat hasta su comercio ilegal como mascotas. En Europa hay un
nuevo hongo que ha sido mortífero para los anfibios.
En
el lago de Pátzcuaro los pescadores han atrapado a los achoques como
alimento desde antes de la conquista española. Incluso a finales de los
años setenta y ochenta, los achoques pescados en el lago llenaban los
puestos del mercado local, según Brad Shaffer, profesor de Biología de
la Universidad de California, campus Los Ángeles, que ha estudiado a
estas salamandras.
Pero
la cantidad de achoques empezó a fluctuar de manera pronunciada en los
años ochenta y se desplomó en 1989. En 1985 un fraile sugirió que las
monjas empezaran su colonia debido al deterioro del lago, según la
hermana Ofelia.
No
fue sino hasta el año 2000 que las monjas tuvieron su próspera
comunidad de salamandras en el convento; aunque han hecho el jarabe por
casi un siglo.
“La
gente tiene fe en él porque lo hacen las monjas”, dijo Dolores Huacuz,
experta en los anfibios de la región y profesora jubilada.
La
leyenda local es que las hermanas obtuvieron la receta secreta de una
joven purépecha, parte de los grupos indígenas que han poblado esa
región desde antes de la Colonia.
Su
jarabe curó a una de las hermanas al fortalecer sus pulmones y
erradicar su anemia. Según la historia, esa joven mujer era la mismísima
Virgen, de ahí que es la Señora de la Salud.
Ya
sea que el jarabe haya llegado por intervención divina o no, no cabe
duda de que los purépechas habían ingerido los achoques y usado a los
anfibios para fines medicinales
desde muchísimo antes de la llegada de los europeos y del catolicismo,
dijo Tzintia Velarde Mendoza, coordinadora de proyecto de la asociación
civil conservacionista Faunam, quien ha estudiado la historia cultural de los achoques.
Ese nombre, de hecho, se deriva de una palabra purépecha (achójki) que posiblemente proviene del vocablo usado para referirse al lodo.
Una reserva ‘muy saludable’
García,
del zoológico Chester, ha estado trabajando con un equipo ubicado en
México para estudiar el lago y tratar de averiguar cuántas salamandras
quedan en la vida silvestre en Pátzcuaro, su hábitat.
“Dedicarse
a los programas de reintroducción se ve muy atractivo en los medios
para un comunicado de prensa, pero no es la mejor manera de hacerlo”,
dijo García.
Aún
hay algunos achoques salvajes, señaló el experto, incluida una
población pequeña en la parte norte del lago. Los pescadores le han
dicho al equipo de García que han visto de vez en cuando a las
salamandras.
Pero
a medida que se reduce la población también lo hace su diversidad
genética. Ahí es donde la colonia del convento podría hacer la mayor
diferencia en el futuro, si es que mantiene su diversidad. “Trescientos
individuos, si no están tan relacionados [genéticamente], son una
reserva muy muy amplia y saludable para trabajar”, dijo Shaffer.
No
obstante, en este momento, no hay planes para trasladar a los achoques
del convento al lago. Antes de que eso ocurra deben atenderse los
problemas de la calidad del agua, dijo García, y hay que estudiar la
diversidad genética de la colonia cuidada por las monjas. Ambas tareas
están en proceso, indicó el curador.
En
la habitación desde la cual las monjas venden su jarabe hay un mural
que muestra a las salamandras mientras nadan en aguas limpias y las
manos iluminadas de una hermana sostienen a un achoque al lado de una
imagen de la Virgen.
“Ser parte de una orden religiosa como la nuestra no es obstáculo para el progreso científico”, dijo la hermana Ofelia.
“La
orden está dedicada a la investigación de conocimiento teológico y
científico en beneficio de la humanidad”, agregó. Parte de la misión de
la orden es “trabajar a favor de una conciencia más humana, llena de
amor y justicia por la naturaleza”.
Otro
mural lleva el nombre oficial de la unidad de manejo para la
conservación de la vida silvestre del convento, que tiene registro ante
la Secretaría de Medioambiente y Recursos Naturales: Jimbani erandi, en purépecha, que en español significa “nuevo amanecer”.
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