Fuente: https://viajar.elperiodico.com
Por: Espido Freire
Ahora no desaprovecho ocasión ninguna para salir del hotel o de lo conocido, para colarme en cualquier resquicio o pasar una noche sin dormir.
Dos de las experiencias más bellas que he vivido durante mis viajes sucedieron de manera imprevista, casi a mi pesar: no tengo imágenes de ellas, solo algunas notas apresuradas que tracé después, y que ahora, cuando las leo, no me parecen ni siquiera fieles a lo que sentí. O quizás sea la memoria la que, con el tiempo, aderece y complete a su gusto lo vivido.
En ninguno de los dos casos había cumplido aún los treinta años: quizás eso justifique mi impresión de que tenía todo el tiempo por delante, que si no era esa ocasión, sería en otra, la soberbia de quien cree que decide algo sobre su vida y sobre el futuro. Ahora no desaprovecho ocasión ninguna para salir del hotel o de lo conocido, para colarme en cualquier resquicio o pasar una noche sin dormir: pero entonces me importaba tanto lo que pudieran pensar de mí, la pequeña vanidad de una reputación, que incluso durante los viajes trabajaba, me anclaba voluntariamente a mi ordenador y mi cuaderno, esclava de una labor que, en el mejor de los casos, no mereció nunca tanto sacrificio.
La primera vez me encontraba en el norte de Noruega, no tan cerca del Polo Norte como llegué más tarde: aún no habían caído las Torres Gemelas, y el mundo vivía una frágil tregua, un momento de euforia de viajes y conocimientos.
El pequeño hotel en el que me alojaba esas semanas había sido invadido por jubilados estadounidenses, con la informal calidez que les caracteriza. Yo había interrumpido la lectura de esa tarde cuando vi que una de las señoras no sabía cómo manejar la máquina de hacer gofres del comedor, y acabé preparando gofres para toda la expedición, que repetía con la conciencia tranquila de quien ya no tiene apenas más vicio que la gula. En pago a la merienda, insistieron en llevarme con ellos a la siguiente excursión de su viaje. Así fue como en Vesteralen vi la mole impresionante de las ballenas jorobadas en un baile acrobático imposible, muy cerca de nuestro barco, acostumbradas, posiblemente, y curiosas, sin duda, por qué serían esos seres diminutos e insignificantes.
La segunda vez me obligaron algunos amigos escritores a abandonar la habitación y el artículo cuya entrega debía para visitar un mariposario, algo que no resultaba entonces tan habitual como lo es ahora. Diluviaba en San José, y nada hacía presagiar que a unos kilómetros la lluvia cesaría tan bruscamente como comenzó, y las mariposas volarían de las plantas hospederas a mi ropa sin desconfianza alguna. Nacían y se secaban ante mis propios ojos, rota la crisálida, y algunos colibrís zumbaban en torno a las flores de la pasión. Me emocioné, sentada sobre una rocalla. Aún no lo sabíamos, pero aquel sería el último viaje que llevaría a cabo con nosotros la escritora Dulce Chacón, que moriría pocas semanas más tarde, y que me mostraba entonces mariposas en las manos como anillos gigantes y aquella sonrisa contagiosa que iluminaba las tardes de lluvia. Fueron tan fugaces aquellos momentos, y duraron tanto en mi memoria: fueron lecciones tan importantes que han regido parte de mi comportamiento posterior. No hay tiempo como el presente, no existe una razón para posponer aquello que puede ser único, no hay posibilidad de recuperar la oportunidad perdida. Y esa lección se la debo a los viajes, a las mariposas y a las ballenas, y a quienes me empujaron, contra mis inercias, a levantar ese día la mirada de un libro.
MÁS INFORMACIÓN
No hay comentarios:
Publicar un comentario