Mediado el siglo XVIII, en pleno reinado de Fernando VI, se planteó la posibilidad de crear una red de canales navegables que recorriesen el norte de Castilla para comunicar las zonas de gran producción cerealística con los puertos del Cantábrico. La idea era poder exportar el excedente de grano que producían comarcas como la Tierra de Campos y dar acceso directo al mar a ciudades del interior como Palencia o Valladolid. El proyecto, que sobre el papel parecía realizable, se puso en marcha a instancias del marqués de la Ensenada, que en aquel entonces era secretario de Hacienda y almirante de la Real Armada. Las obras del que pasó a llamarse Canal de Castilla dieron comienzo en 1753 al norte de Palencia tomando el agua del río Carrión, un afluente del Pisuerga que posee un respetable caudal. El canal estaba pensado para que pudiesen navegar por él barcazas de carga tiradas por mulas. Para ello se le dio una profundidad de entre dos y tres metros y una anchura de no menos de 10 metros que posibilitase el tráfico de grandes cargas en los dos sentidos. Para aumentar el aporte de agua se conectó el canal al Pisuerga, uno de ríos más caudalosos de Castilla. La obra era faraónica y detraía grandes recursos de la tesorería real, pero se mantuvo durante los siguientes reinados, el de Carlos III y Carlos IV, que fueron ampliando el canal hacia el norte y hacia el sur. La invasión francesa de 1808 interrumpió las obras, pero, tan pronto como terminó se reanudaron ya en tiempos de Fernando VII. La corona estaba exhausta, por lo que para que el canal se terminase el Gobierno tuvo que recurrir a una concesión. Se creo entonces la Compañía del Canal de Castilla, una empresa privada que se encargaría de terminar el proyecto original a cambio de su explotación durante ochenta años. Durante las décadas siguiente el canal siguió creciendo, pero con lentitud. No llegaría a Valladolid hasta 1835, años más tarde, en 1849, lo haría a Medina de Rioseco, una ciudad de gran tradición comercial que se beneficiaría mucho de la llegada del canal ya que buena parte del cereal de aquella comarca se terminaría procesando y vendiéndose en esta localidad. A partir de este momento ya no tendría más ampliaciones, unos años más tarde llegó el ferrocarril dejando el canal obsoleto. El proyecto original contemplaba cuatro grandes ramales que irían desde la actual Cantabria hasta las estribaciones de la sierra de Guadarrama en la provincia de Segovia. Sólo se concluyeron tres que forman una Y invertida. Su punto más meridional es Valladolid, el más septentrional un pequeño pueblo, Alar del Rey, situado al pie de la cordillera Cantábrica. Recorre más de 200 kilómetros y salva un desnivel de 150 metros mediante un conjunto de medio centenar de esclusas, algunas de ellas auténticos prodigios de la ingeniería del siglo XVIII. A pesar de la llegada del ferrocarril, las operaciones en el canal se mantuvieron hasta mediados del siglo XX, aunque su uso como vía navegable era ya muy limitado. Poco a poco se le fueron encontrando otros usos. El primero y fundamental como canal de riego. Las aguas del canal permitieron extender el regadío por zonas muy amplias de la Tierra de Campos incrementando de este modo la producción agraria. Posteriormente se convirtió en un popular reclamo turístico. Lo que nunca consiguió fue su propósito inicial de comunicar la meseta con la costa del Cantábrico, ese sueño ilustrado que hizo posible el canal, pero que era eso mismo, un sueño. No fue el único. La dinastía borbónica puso en marcha proyectos similares en aquellos años. Algunos llegaron a buen puerto como el canal Imperial de Aragón, otros quedaron inconclusos y fueron olvidados, como el canal de Guadarrama, que pretendía comunicar mediante una vía navegable Madrid con Sevilla y el océano Atlántico. Pues bien, para hablar sobre este interesantísimo tema hemos venido Alberto Garín y yo hasta el canal de Castilla, lo hemos recorrido y nos hemos sentado a grabar esta ContraHistoria en un antiguo molino reconvertido en hotel junto al mismo canal. Trataremos de desentrañar las razones que empujaron a los monarcas ilustrados a emprender semejante empresa y entender por qué era una obra condenada al fracaso.
Fuente: Fernando Díaz Villanueva
Fuente: Fernando Díaz Villanueva
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