Autor: Paul Salopek
Fecha: 2016-06-09
Mi deambular intercontinental, llamado Caminata fuera del edén, es un proyecto narrativo que tiene la finalidad de seguir los pasos de los primeros humanos anatómicamente modernos que emigraron de África en la Edad de Piedra. Camino lentamente hacia Tierra del Fuego, el último rincón de los continentes que colonizó nuestra especie. Y en el camino, escribo historias y registro imágenes de las personas que conozco. Una de las pequeñas ventajas de este paseo de 33,800 kilómetros es contarle, casualmente, al propietario de un café en, digamos, Asia Central, que hace poco pasé por Etiopía.
Luego de la incredulidad, el asombro, y la hilaridad, llega la monótona pregunta: “¿Estás loco?”.
Claro que no, por supuesto. Porque como todos sabemos, la locura es quedarse sentados. Lo hacemos en exceso. Nos enferma y muchas veces, nos vuelve infelices. Solo pregunta a la Asociación Cardiovascular Estadounidense. Los científicos que han puesto dispositivos GPS a los últimos cazadores-recolectores del planeta –los hadza de Tanzania, por ejemplo- informan que el recolector masculino típico camina unos 11 kilómetros al día (los estadounidenses caminan casi un tercio de esa distancia). El periplo hadza cotidiano es un estándar biológico: es para lo que fueron diseñados nuestros cuerpos de 200,000 años, estas máquinas caminadoras soberbiamente evolucionadas. Haz las cuentas. Eso equivale a más de 4,000 kilómetros en un año, como si caminaras anualmente de Nueva York a Los Ángeles. Más o menos la distancia que cubro año con año. Es lo “normal”.
Por supuesto, desde que salí del Cuerno de África, en 2013, caminar ha fortalecido mis piernas y mi corazón. Pero lo más importante, ha agilizado mi mente. Abarcar naciones, continentes y zonas horarias a pie –día a día, mes a mes- ha alterado la manera como experimento la vida en el planeta.
Por ejemplo, muy pronto aprendí que las partes más pobres del mundo son las más amables para viajar a pie.
Muy pocas personas tienen autos en Etiopía; allá, todos caminan. Hasta el niño más pequeño podía guiarme por complejos paisajes que aún están surcados de rastros humanos. En cambio, en los países más ricos y motorizados, la gente pierde la conexión no solo con su ambiente, sino con la forma del mundo mismo. Los autos aniquilan el tiempo y la distancia. Encerrados en burbujas de metal y vidrio, confinados en estrechas franjas de asfalto, nos volvemos adictos a la velocidad, espacialmente mutilados. Al desplazarme a pie por la transitada Arabia Saudita, descubrí que era inútil pedir direcciones.
Recompensas inesperadas
Mientras cruzo la Tierra a pie, he reaprendido el antiguo ceremonial de las salidas y llegadas (montar y desmontar campamentos, hacer y deshacer la mochila, un ritual antiguo y reconfortante). He absorbido paisajes con las papilas gustativas, recogiendo las cosechas de los agricultores. Y me he reconectado con mis congéneres humanos de maneras que jamás habría concebido como un reportero que cruza los mapas en jet y en auto.
Al caminar, conozco gente constantemente. No puedo ignorarlas ni pasar rápidamente a su lado. Me detengo a saludar. Charlo con desconocidos cinco, diez, veinte veces al día.
Me enfrasco en conversaciones dispersas, a cuatro kilómetros por hora, que abarcan dos hemisferios. Es de esta manera como caminar construye hogares en todas partes.
Hace tres años, mientras investigaba este largo y muy, muy lento viaje, visité el apartado campamento keniano de la célebre paleoantropóloga Meave Leakey. Recuerdo que una mañana emprendí camino hacia una aldea cercana.
“¿Está lo bastante cerca para ir caminando?”, pregunté, tontamente, a Leakey.
Ella me miró, atónita. “Todo lo está”, respondió.
Solté una carcajada, y me interné en el desierto. Ya desde entonces, caminar había empezado a liberarme en el mundo.
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