Fuente: https://www.nytimes.com
Por
La
reacción fue abrumadora. Los que argumentaban que no era justo escuchar
y discutir un mensaje privado de WhatsApp no fueron escuchados: la
jauría se lanzó al ataque. La intolerancia fue el arma más usada contra
la intolerancia, la descalificación contra la descalificación y, de
pronto, la célebre grieta argentina no fue política sino social: ya no
se discutían posiciones partidarias sino costumbres personales,
prácticas culturales, pertenencia económica. Pero nada habría sido tan
grave si la señora no hubiera atacado nuestra idiosincrasia: somos,
antes que nada, tomadores de mate. Lo hizo, y en un par de días
asociaciones varias organizaron “mateadas” masivas en los lugares
denostados; miles de personas las protagonizaron con ardor justiciero,
vengador. La señora, condensada como “La Cheta de Nordelta”, se volvió la víctima propiciatoria de la gran ceremonia en que terminamos de consagrar la santidad del mate.
El
mate es un fenómeno extraño. Lleva milenios en el sur de América del
Sur: lo tomaban esos indios guaraníes que, después, los jesuitas
pusieron a trabajar en su cosecha. Se difundió en esa región: Argentina,
Paraguay, Uruguay, los bajos del Brasil y nada más. Quedan, en el
mundo, muy pocas comidas –muy pocas costumbres– locales. La consigna
ahora es globalización o muerte: lo que no se globaliza se disuelve en
el aire de los tiempos.
La
globalización es, sobre todo, el proceso de unificación cultural más
extraordinario que la historia recuerda. Últimamente todos escuchamos la
misma música, bebemos las mismas aguas con burbujas, comemos las mismas
tortas de carne picada dentro de un pan blando, vestimos el mismo raro
invento germano de dos tubos de tela unidos en una de las puntas. Por
eso es tan extraordinario que una pequeña tribu persista en un rito que
nadie más practica. A los habitantes de la cuenca del río Paraná nos
gusta chupar un fierro calentito para que el agua que ponemos en un
zapallo vaciado y agujereado salga con gusto a una yerba que le metemos
dentro: un líquido amargo que nadie más entiende, un rito de compartir
que no comparte nadie.
El
mate es un fenómeno extraño. Lleva milenios en el sur de América del
Sur: lo tomaban esos indios guaraníes que, después, los jesuitas
pusieron a trabajar en su cosecha. Se difundió en esa región: Argentina,
Paraguay, Uruguay, los bajos del Brasil y nada más. Quedan, en el
mundo, muy pocas comidas –muy pocas costumbres– locales. La consigna
ahora es globalización o muerte: lo que no se globaliza se disuelve en
el aire de los tiempos.
La
globalización es, sobre todo, el proceso de unificación cultural más
extraordinario que la historia recuerda. Últimamente todos escuchamos la
misma música, bebemos las mismas aguas con burbujas, comemos las mismas
tortas de carne picada dentro de un pan blando, vestimos el mismo raro
invento germano de dos tubos de tela unidos en una de las puntas. Por
eso es tan extraordinario que una pequeña tribu persista en un rito que
nadie más practica. A los habitantes de la cuenca del río Paraná nos
gusta chupar un fierro calentito para que el agua que ponemos en un
zapallo vaciado y agujereado salga con gusto a una yerba que le metemos
dentro: un líquido amargo que nadie más entiende, un rito de compartir
que no comparte nadie.
En
la Argentina, sin ir más lejos, se expandió tanto en las últimas
décadas. Hace medio siglo solo lo tomaban los pobres urbanos y la gente
de campo. En una novela sobre los años treinta que ha circulado poco, Todo por la patria,
un aristócrata argentino –con perdón– dice que “es una plaga, una
auténtica plaga. Y pretenden hacer de semejante brebaje la bebida
patria. Pero ¡por Dios! Imagínese qué patria vamos a hacer con esa
bebida”. Ahora, en cambio, se lo encuentra en todas las casas, todas las
oficinas, todas las clases. Hace poco me preguntaron cuál era el mayor
cambio que había visto en mis cuarenta años de periodismo y lo expliqué
así: que cuando empecé todos los periodistas guardaban en el tercer
cajón del escritorio una botella de ginebra; ahora, en cambio, todos
guardan la yerba y el termo.
El
mate se ha impuesto en todos los sectores: pobres y ricos lo toman. La
diferencia principal es, como con tantas otras cosas, que unos lo hacen
en público y otros en privado. A veces, los más pobres lo toman con
azúcar, para que “llene más”. Y, en general, el hecho de que los más
ricos lo aceptaran forma parte de una “plebeyización” general de sus
costumbres: si hace treinta años entusiasmarse por el fútbol o bailar
cumbia o tomar mate los ponía definitivamente out en la escena
social, lo fueron adoptando y ahora lo hacen, como quien se apodera.
Pero claro, dentro de un orden, que los vecinos de Nordelta, según la
señora quejosa, habían quebrado, convirtiendo el ritual apropiado en
“pura grasa”.
Aun
así su ataque fue excesivo y puso en evidencia la fuerza de ese lugar
común, el mate. El amargo de la yerba, el calor de la bombilla, el ruido
de sorber y la costumbre de compartir lo vuelven entrañable. Y
extrañable: pocas cosas más reconfortantes, para el rioplatense
distante, que encontrarse allá lejos con alguien que le convide un mate,
que lo identifique. Tanto que preferimos no recordar que en la
provincia de Misiones, donde se cultiva el 60 por ciento de la yerba del
mundo –unas 770.000 toneladas anuales–, los “tareferos” peones
cosecheros suelen empezar a trabajar a los 4 años,
no van a la escuela, no tienen agua potable ni letrinas, hacen jornadas
de doce horas bajo el sol, viven en la pobreza, mueren jóvenes.
El
mate define a quienes lo toman: somos pocos, somos caprichosos, nos
permitimos esa pequeña diferencia. Pero también nos reúne y recoloca:
ante el mate da igual ser argentino o ser gaucho o paraguayo o uruguayo.
Es curioso cuando un rito viejo se carga las fronteras nuevas. Es
curioso cuando una identidad cultural es atacada: no se deja, contesta,
se defiende. La Argentina, que ha soportado y soporta tantas cosas, no
permitió que una señora pretenciosa despreciara el mate.
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