Jon Mooallem escribe para The New York Times Magazine y es autor del libro “Wild Ones”.
24 de abril de 2017
El
futuro sobre el cual nos han advertido está comenzando a sentirse en el
presente. Tendemos a imaginar el cambio climático como la destrucción.
Sin embargo, también se disfraza de alteración y caos: tormentas y
sequías cada vez más frecuentes y poderosas; inundaciones más intensas;
extensas variedades de pestes que convierten bosques en yesca de
incendios sin control, o temporadas en las que el calor es insoportable.
Tantas facetas de nuestra existencia —la agricultura, el transporte,
las ciudades y la arquitectura que estas engendraron, por ejemplo—
fueron diseñadas para entornos específicos y ahora, poco a poco, están
siendo remplazadas por otras distintas, más volátiles, sin mudarse o
cambiar.
Estamos
acostumbrados a escuchar sobre casos trágicos de naciones insulares que
sencillamente desaparecerán; países como Tuvalú y Kiribati que
enfrentan la posibilidad de tener que negociar la reubicación de todos
sus ciudadanos a otros países. Sin embargo, también debe haber, en algún
rincón del planeta, y para cada uno de sus habitantes, un umbral en el
que un lugar familiar se convierte en uno desconocido: una atmósfera
alterada, inundada de extrañeza y rareza, en la que, de un modo u otro,
viviremos, aunque en el exilio. El filósofo australiano Glenn Albrecht
describe este sentimiento como “solastalgia”, un desconsuelo en
respuesta a cambios negativos en el medioambiente o “la añoranza que nos
aqueja sin que nos hayamos ido del lugar que llamamos ‘hogar’”.
Algunas comunidades enfrentarán nuevos problemas y variantes climáticas;
en otras, los ya existentes se intensificarán. Las sociedades que ya
son vulnerables —los pobres, los mal gobernados— podrían llegar a puntos
críticos muy sombríos. Pensemos en el hambre generalizada
que azota a Sudán del Sur, Nigeria, Yemen y Somalia, donde se prevé que
un total de casi medio millón y medio de niños muera este año y se
espera que el cambio climático empeore el tipo de sequías que ha
ocasionado. También pensemos en un informe de 2015 del Departamento de
Defensa de Estados Unidos que enmarca el cambio climático como un
“multiplicador de amenazas” geopolíticas que “amenazarán la estabilidad
interna en diversos países”, y cita un estudio que demuestra cómo una
sequía de cinco años en Siria contribuyó con el estallido del conflicto
actual en esa zona. No obstante, la negación está otra vez de moda entre
los más poderosos. En Estados Unidos hay un presidente que ha dicho que
el cambio climático es un invento, por ejemplo.
También nos alejamos de la desorientación y de la alarma de otras formas
más nocivas. Parecemos capaces de normalizar las catástrofes a medida
que las vivimos, un fenómeno que hace referencia a lo que Peter Kahn,
profesor de Psicología de la Universidad de Washington, llama “amnesia
ambiental generacional”. Cada generación, argumenta Kahn, puede
reconocer solo los cambios ecológicos de los que sus miembros son
testigos durante su vida. En una charla reciente, Kahn puso como ejemplo
las condiciones de vida en una megalópolis como Calcuta, o en las áreas
tan empobrecidas y contaminadas de Houston que se han visto afectadas
por las refinerías de petróleo. En Houston, donde llevó a cabo su
primera investigación a principios de los 90, Kahn descubrió que dos
terceras partes de los niños a los que entrevistó entendían que la
contaminación del aire y del agua eran problemas ambientales, pero solo
una tercera parte creía que su propio barrio estaba contaminado. “La
gente nace en estas condiciones de vida”, me explicó Kahn, “y piensa que
es lo normal”.
Daniel
Pauly, científico que estudia al sector pesquero en la Universidad de
Columbia Británica, llegó casi a la misma conclusión, pues reconoció
que, a medida que colapsaban las poblaciones de peces de gran tamaño, la
humanidad –ignorante– había cambiado a la pesca de especies
relativamente más pequeñas. En consecuencia, escribió Pauly, se da de
manera generalizada la “desaparición progresiva” de esa parte de la
fauna a partir de “puntos de referencia inadecuados”. Denominó a esta visión defectuosa “síndrome de cambio en el punto de referencia”.
Sin
embargo, existen muchos cambios más sutiles en nuestra conciencia que
no se pueden delimitar de forma tan precisa. Escenarios que sonarían
distópicos o satíricos como proyecciones futuras que se materializan
modestamente en la realidad.
El
año pasado por el derretimiento del permafrost en Siberia se liberó una
cepa de ántrax que había quedado encapsulada en el cadáver de un reno
congelado, misma que enfermó a cien personas y mató a un niño. En julio
de 2015, durante el mes más caluroso que se haya registrado en la Tierra
(hasta que el siguiente año superó el récord)
y el día más caluroso que se haya registrado en Inglaterra (hasta el
siguiente verano), el diario The Guardian tuvo que cerrar su blog con
actualizaciones en vivo sobre la ola de calor cuando los servidores se
sobrecalentaron. Las ciudades que se encuentran a altitudes bajas en
todo el mundo están experimentando más casos de “inundaciones sin
lluvia”, en las que calles o barrios enteros quedan inundados
temporalmente por la marea alta y las marejadas ciclónicas. Sin embargo,
los científicos y los planificadores urbanos han conjurado un
tecnicismo que suaviza esa sorprendente realidad: nuisance flooding, las inundaciones molestia.
Kahn
afirma que nuestra amnesia ambiental generacional es “uno de los
problemas psicológicos centrales de nuestra época”, debido a que oculta
la magnitud de muchos problemas muy concretos. Se puede ignorar algo no
solo mirando hacia otro lado, sino si se le mira tan de cerca que se
pierde perspectiva. No obstante, la marea siempre está en aumento en el
horizonte, engullendo algo. Cuanto más vivimos, más angustiosamente
atrapados nos sentimos entre las pérdidas que ya nos tocó vivir y las
que vemos venir.
Nos las arreglaremos de algún modo, en el exilio.
Estos
puntos de referencia cambiantes también confunden la idea de una
adaptación al cambio climático. Adaptación, señala Kahn, puede
significar cualquier cosa, desde el ojo humano que se ajusta a un
entorno con menos luz en unos cuantos milisegundos hasta los lobos que
se transformaron en perros en el transcurso de miles de años. No siempre
significa progreso, me explicó: “Es posible adaptarse y reducir la
calidad de la vida humana”. Adaptarse para evitar a o para lidiar con el
sufrimiento ocasionado por el cambio climático podría ocasionar
paulatinamente más sufrimiento y, a causa de la amnesia ambiental generacional, incluso podríamos no reconocer hasta dónde llega. Trae a mi mente El árbol generoso de Shel Silverstein: por intentar cumplir los deseos del niño, queda reducido a un tocón.
En
el nivel más básico, argumenta Kahn, ya nos estamos adaptando al cambio
climático a través de una especie de consentimiento tácito, como la
forma en la que la gente en una ciudad como Pekín acepta que pueden
enfermarse por tan solo respirar el aire de la calle. “La gente lo sabe,
tose y respira con dificultad”, me dijo, “pero no están organizando
revoluciones políticas”. Nosotros tampoco. Kahn continuó diciendo que
corremos el riesgo de quedarnos atrapados, a través de la adaptación
gradual, en una condición de “prosperidad frustrada”.
Claro,
le dije, pero en algún momento todo será demasiado. Posiblemente, me
contestó Kahn. No obstante, los supuestos sobre el futuro, sin importar
lo obvios que nos puedan parecer, no se hacen realidad de manera
automática.
“Lo
sorprendente es que nada de esto parece funcionar de la forma en que
pensamos que debería hacerlo. Cuando crecí alrededor de San Francisco en
la década de 1970, el tráfico ya era muy malo. Y pensé, si empeora un
poco más, esto estremecerá nuestra conciencia de una manera importante.
Pero cada cinco años, empeoraba”. Guardó silencio unos segundos, y dijo:
“Me he quedado pensando en cuántos periodos de cinco años he vivido”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario