Fuente: https://www.nytimes.com
Para empezar, acompáñenme a hacer algunos cálculos. Si el libro nuevo de Chris Bailey, Hyperfocus: How to be More Productive in a World of Distraction,
tiene 215 páginas y yo puedo leer cuarenta páginas por hora, ¿cuánto
debí haber tardado en leer el libro? Respuesta: un fin de semana.
Realidad: tres semanas.
No
es culpa de Bailey. Escribió un libro cautivador acerca de cómo
administrar tu atención puede hacerte más productivo, pero cada vez que
intentaba sentarme a leer, me sentía atraída en otra dirección, casi
siempre hacia mi teléfono: Instagram, correo electrónico, más correo
electrónico, Facebook, WhatsApp; en ocasiones simplemente deslizaba el
dedo por la pantalla sin ningún objetivo. Cuando Bailey estaba
escribiendo este libro, bien pudo haber pegado mi fotografía sobre su
escritorio y etiquetarla como “El público que debe leerlo”.
Hyperfocus
les enseña a los lectores a controlar su limitada capacidad de
concentración y a procesar las cosas en el momento, algo que él llama
nuestro “espacio de atención”. Resulta que la memoria operativa de
nuestro cerebro es demasiado pequeña y solo puede manejar un puñado de
tareas a la vez. Cuando una de ellas es compleja (como redactar una
propuesta de negocios o cuidar a un niño pequeño) esa cantidad se reduce
a una o dos tareas.
Bailey
escribió que el problema consiste en que nuestro cerebro está
predispuesto a la distracción: en promedio vaga un 47 por ciento del
tiempo que tenemos diario. Quienes nos sentamos frente a una
computadora, una inagotable fuente de novedades, por lo general
trabajamos solo cuarenta segundos antes de distraernos o ser
interrumpidos. En consecuencia, nuestro espacio de atención se llena
constantemente, lo cual desacelera nuestro ritmo de trabajo.
Siempre creí que la oposición de mi cerebro a concentrarse era un defecto de carácter que necesitaba aprender a solucionar. Hyperfocus me ayudó a reconocer los límites de mi espacio de atención y a hacer que mi entorno fuera más propicio para la concentración.
Bailey
divide su libro en dos secciones: una se centra en la
“hiperconcentración”, que es el estado en el que dedicas toda tu
atención a una tarea compleja, y la otra se enfoca en la
“disperconcentración”, el estado en el que le permites a tu cerebro, de
forma intencional, vagar para relacionar las ideas, planear el futuro y
recargarse. Mientras que la hiperconcentración es la clave para la
productividad, la disperconcentración fomenta la creatividad.
Bailey
enseña cómo volver a analizar tus tareas, establecer tus prioridades y
reducir las interrupciones. Nosotros mismos perpetuamos nuestras
distracciones más arteras, como las preocupaciones personales que nos
molestan a lo largo del día o las constantes consultas a nuestro
teléfono celular. Para solucionarlo, Bailey invoca la obra de David
Allen Getting Things Done, un libro sobre productividad publicado
durante la primera década del siglo que presenta un método para
gestionar el tiempo basado en la noción de que nuestro cerebro está
diseñado para tener ideas, mas no para retenerlas. Allen llama
“circuitos abiertos” a estos pensamientos, tareas o proyectos
inconclusos, y Bailey arguye que estos carcomen nuestra atención.
“Cuando
reúnes las tareas, proyectos y otros compromisos en un solo lugar, eres
capaz de dejar de pensar en ellos y concentrarte en el resto del
trabajo”, escribió Bailey. Una vez que has escrito todos los
pensamientos que te distraen, te ofrece algunas recomendaciones para
modificar tu entorno o hábitos con el fin de reducir las distracciones
por adelantado, como poner tu teléfono en modo avión o bloquear los
sitios en los que sueles perder el tiempo.
Pero puede ser útil que tu mente divague: es ahí donde entra la disperconcentración.
“Cuando
nuestra intención es concentrarnos, soñar despiertos puede acabar con
nuestra productividad. No obstante, soñar despiertos tiene una potencia
increíble cuando nuestra intención es resolver problemas, pensar de
forma más creativa, hacer lluvia de ideas nuevas o recargarse”, afirma
Bailey.
Pero
debemos hacerlo “con un propósito”. Cuando empecé a leer la segunda
parte del libro, anoté emocionada signos de exclamación junto a todos
los ejemplos de lugares a los que tu mente podría viajar si le
permitieras hacer lo suyo. Podría caer en un “patrón de rumiar las
tonterías que hemos dicho” (sí); “fantasear acerca de lo bien que nos
sentiríamos si se nos hubiera ocurrido una respuesta ingeniosa a algo
que nos dijeron antes” (¡así soy yo!), y también insistir en
“preocupaciones laborales y económicas” (bueno, esto ya parece un ataque
personal).
El
punto es que mi mente ya estaba dispuesta a inclinarse hacia la
disperconcentración, pero no estaba usando esta tendencia
estratégicamente. Al llenar mi espacio de atención con pensamientos
persistentes y tareas no prioritarias, dejaba poco espacio para la
concentración profunda. Mientras leía Hyperfocus,
visualicé mi espacio de atención; mis pensamientos eran manchitas
plateadas dentro de un círculo del tamaño de una nuez. Los pensamientos
comenzaron a sentirse más maleables y móviles.
Un día durante el almuerzo, dejé mi teléfono sobre el escritorio en mi oficina y salí a caminar; llevaba conmigo el ejemplar de Hyperfocus.
Probablemente tomar distancia física de mi celular me facilitaría
entrar de lleno en el libro. Caminé varias cuadras hasta un local de
pizza a un costado de una plaza cercana a mi oficina. En el camino, mi
cerebro dio piruetas, aterrizando en una decena de tareas y pensamientos
distintos: “Recuerda enviar un mensaje a Lia”; la letra de “I’m Every
Woman”; un terrible arrepentimiento por haber dejado mi teléfono, y
luego otro y otro; fragmentos de prosa al azar (“Su cabello haciendo
espirales en múltiples direcciones”) y estas mismas frases. Escribí
todas mis distracciones persistentes, mis circuitos abiertos, en los
márgenes del libro y entonces, cuando me senté en la plaza, ya no tenía
nada que me distrajera.
No
me malinterpretes: más tarde, me desconcentré unas cuantas veces y
luego me absorbió una conversación en un grupo del chat familiar. ¡Soy
apenas un bosquejo! Pero he aprendido a estar más en contacto conmigo
misma y a detener a mi mente cuando siento que está divagando. Saber que
mi cerebro solo puede procesar una tarea compleja a la vez elimina la
presión de manejar múltiples tareas y llenar cada momento con todo lo
que sea posible.
Eliminé
muchas aplicaciones de redes sociales y ahora pongo mi teléfono en modo
avión durante horas, para no sentirme tentada a tomarlo. No sé si
exista relación, pero una noche, mientras leía en la cama cerca de las
diez (aproximadamente una semana después de haber comenzado a intentar
poner en práctica el perfeccionamiento de mi concentración), las sobras
del pastel dominicano que seguían en mi refrigerador se materializaron
en mi mente. Logré resistirme al impulso de cortarme una rebanada. ¿Será
que ahora soy una ninja de la mente? ¡Tal vez! Lo único que sé es que
eso jamás me había sucedido.
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