Fuente: https://www.nytimes.com
Por:An Immense World. Es escritor de The Atlantic y autor de
Todo un espectáculo fluye por mis ojos cuando veo un documental sobre la vida silvestre. Olas de depredadores oceánicos recogen gradualmente un remolino de pececitos. Unas serpientes persiguen a iguanas marinas. Unas jirafas se enfrentan al caer la tarde.
Los programas sobre la naturaleza que veía en mi niñez eran más bien lecciones didácticas; en cambio, las versiones modernas —al parecer, todas tienen la palabra “planeta” en el título— tienen la grandilocuencia de los éxitos de taquilla del verano. En parte, se debe a los avances tecnológicos. Es difícil filmar a las criaturas salvajes y, cuando las grabaciones que se tienen en archivo son breves y escasas, la narración debe inyectar la intriga y gracia que le falta al elemento visual. Pero las nuevas generaciones de cámaras sofisticadas pueden seguir a los guepardos al nivel del suelo mientras corren, hacer acercamientos para observar a los osos retozar en laderas inaccesibles y capturar imágenes íntimas en primer plano de todo tipo de animales, desde avispas hasta ballenas. Ahora las tomas pueden detenerse. Los documentales sobre la naturaleza pueden ser cinematográficos.
Una desventaja es que, en el proceso, también han hecho embonar las peculiaridades de la vida animal en el hueco circular de las narrativas humanas. Cuando se hace más fácil grabar a los animales, ya no basta con solo filmarlos; deben tener historias. Deben batallar y superar problemas. Deben tener misiones, conflictos e incluso arcos de personajes. Una familia de elefantes busca agua durante una sequía. Un perezoso solitario nada en busca de una pareja. Un pingüino pícaro roba piedras del nido de un vecino.
En los programas sobre la naturaleza siempre se aprecian los sucesos dramáticos: el mismísimo David Attenborough me dijo en una ocasión, después de grabar una serie sobre reptiles y anfibios, que las ranas “en realidad no hacen casi nada hasta que se reproducen, y las serpientes no hacen casi nada hasta que matan”. Esa manera de pensar se ha vuelto una obsesión, y los dramas de la naturaleza se han convertido en melodramas. En consecuencia, tenemos una forma sutil de antropomorfismo, en la que solo nos interesan los animales si satisfacen tropos humanos familiares de violencia, sexo, compañerismo y perseverancia. Vale la pena verlos solo cuando observamos en secreto un reflejo de nosotros mismos.
En vez de hacer esto, podríamos intentar observarlos a través de sus propios ojos. En 1909, el biólogo Jakob von Uexküll señaló que cada animal existe en su propio mundo perceptual único —una mescolanza de las vistas, los olores, los sonidos y las texturas que puede percibir, pero que otras especies quizá no—. Estos estímulos definen lo que Uexküll designa “Umwelt”, el pedacito de realidad hecho a la medida para ese animal. El Umwelt de una garrapata se limita a la sensación del aire, al olor que emana de la piel y al calor de la sangre caliente. El Umwelt humano es mucho más amplio, pero no incluye los campos eléctricos que conocen los tiburones y ornitorrincos, la radiación infrarroja que rastrean las serpientes de cascabel y los murciélagos vampiro ni la luz ultravioleta que pueden ver la mayoría de los animales videntes.
El concepto de Umwelt es uno de los más profundos y bellos de la biología. Nos dice que la naturaleza universal de nuestra experiencia subjetiva es una ilusión, y que percibimos solo una fracción de lo que es posible sentir alrededor. Es un indicio de los destellos de una realidad gloriosa en lo mundano, y de lo extraordinario en lo ordinario. Además, es casi lo opuesto a lo dramático: revela que las ranas, serpientes, garrapatas y otros animales pueden estar haciendo cosas extraordinarias, aunque parezca que no hacen nada.
Cuando saco a pasear a mi perro, veo a un cenzontle posado en el alumbrado público. Con ojos a los lados de la cabeza, prácticamente tiene un campo visual de 360 grados; mientras que nosotros nos movemos hacia nuestro mundo visual, las aves se mueven a través del suyo. Sus ojos, además, tienen cuatro tipos de células capaces de percibir el color, en tanto que nosotros tenemos tres, lo que significa que pueden ver una dimensión más de colores que pasan desapercibidos para nosotros; esos colores, que están presentes en su plumaje, les permiten a los cenzontles macho y hembra distinguirse, aunque a nosotros nos parecen iguales. El oído de un cenzontle también es distinto del nuestro: es tan rápido que, cuando imita el canto de otras aves, captura con precisión notas que pasan tan rápido por nuestros oídos que no alcanzamos a distinguirlas.
Contemplo al cenzontle más o menos un minuto y en ese tiempo canta un poco y levanta el vuelo. ¿Pero qué más necesita hacer? El estado básico de su existencia es mágico. Las funciones más sencillas de ver, oír y sentir son espectaculares sin necesidad de ningún espectáculo.
Reflexionar sobre nuestro entorno desde la perspectiva de otros Umwelt nos ayuda a valorar con ojos frescos no solo a las demás criaturas, sino también el mundo que compartimos. Con la nariz de un albatros, un océano en calma se convierte en un vibrante paisaje de aromas, lleno de crestas y valles perfumados que comunican la presencia de ciertos alimentos. Para los bigotes de una foca, un torbellino de agua aparentemente monótono se agita con las corrientes turbulentas que van dejando tras de sí los peces al nadar, huellas invisibles que puede seguir la foca. Para una abeja, un simple girasol amarillo tiene un blanco ultravioleta en el centro y un campo eléctrico característico alrededor de los pétalos. Para los ojos sensibles de una polilla esfinge morada, la noche no es negra, sino que está llena de colores.
Incluso los ambientes más familiares pueden parecer desconocidos si se perciben a través de los sentidos de otras criaturas. Saco a pasear a mi perro —Typo, un corgi— tres veces al día por las mismas calles y los mismos edificios que he visto miles de veces. Pero, aunque este paisaje urbano me parece aburrido e inactivo, el cambiante paisaje olfativo siempre le parece fascinante a la nariz de Typo. No para de olfatear y su anatomía nasal le permite identificar olores continuamente, aun mientras exhala. Olfatea cada hoja de las nacientes plantas de primavera con la mayor delicadeza. Olfatea las manchas de orina seca que han dejado los perros del barrio como un ser humano revisa las publicaciones de sus redes sociales. En cada paseo, Typo se detiene por lo menos una vez y explora con gran emoción una parte de la banqueta que parece insulsa, pero que, sin duda, está llena de olores cautivadores. Lo observo y percibo mi propia vida como menos habitual, me hago más consciente de que mi entorno cambia sin parar. Esa conciencia es el regalo que Typo me da a diario.
Es difícil, e incluso en algunos casos imposible, capturar estos mundos sensoriales en un documental sobre la naturaleza (aunque algunos, como la producción La tierra de noche de Netflix, hacen un esfuerzo valeroso). En realidad, ningún efecto especial puede transmitir la naturaleza envolvente de la visión de un ave a los ojos de un espectador humano que ve hacia el frente o traducir el amplio espectro de colores que un ave puede ver al conjunto mucho más reducido que pueden ver nuestros ojos. Es todavía más difícil para un medio visual capturar los sentidos que no son visuales. Podemos reproducir grabaciones del canto de una ballena, pero no hay manera de mostrar qué significa para las ballenas escuchar a otra ballena a través de las distancias oceánicas. Podemos representar el campo magnético que envuelve al planeta, pero no se compara en nada con la experiencia de un petirrojo que utiliza ese campo para recorrer en vuelo todo un continente.
En su ensayo clásico de 1974 titulado ¿Qué se siente ser un murciélago?, el filósofo Thomas Nagel escribió que las experiencias conscientes de otros animales son inherentemente subjetivas y difíciles de describir. Podríamos visualizarnos con membranas interdigitales en los brazos o insectos en la boca, pero esa imagen no dejaría de ser una caricatura mental de nosotros mismos como un murciélago. “Deseo saber qué siente un murciélago por ser murciélago”, escribió Nagel. La mayoría de las especies de murciélagos perciben el mundo a través de un sonar, escuchan el eco de sus llamados ultrasónicos y así conocen su entorno. “Pero si intento imaginarlo, me veo limitado a los recursos de mi propia mente, y estos son inadecuados para la tarea”, explicó.
Nuestros propios sentidos nos limitan, crean una división permanente entre nuestro Umwelt y el de otros animales. La tecnología puede ayudar a superar ese abismo, pero siempre habrá una brecha. Para cruzarla, necesitamos lo que la psicóloga Alexandra Horowitz llama “un salto imaginativo informado”. Nadie me puede mostrar cómo es otro Umwelt; tengo que trabajar para imaginarlo.
Casi podría decir que ahora se ha vuelto demasiado fácil ver documentales modernos sobre la naturaleza, es como dejarme arrastrar pasivamente por el torrente de un conjunto de imágenes vívidas, con los ojos abiertos, la quijada boquiabierta, pero el cerebro relajado. En contraste, cuando pienso en otros Umwelt, siento cómo se flexiona mi mente, y siento gozo por haber intentado, al menos, una tarea imposible. En estos pequeños actos de empatía, comprendo más a fondo a otros animales, no como prototipos emplumados o velludos de mi vida, sino como entes maravillosos y únicos por su propio derecho, y como claves para comprender la verdadera inmensidad del mundo.
MÁS INFORMACIÓN
- Libro: La mirada quieta (de Pérez Galdós)
- Libro: La memoria
- Libro: La revolución de Arequipa de 1950. La verdadera historia
No hay comentarios:
Publicar un comentario