sábado, 18 de junio de 2022

Constanza Ceruti: “Lo fundamental es la mirada, no la tecnología” La notable arqueóloga de alta montana relativiza el rol del instrumental y cuestiona además las arbitrariedades que condicionan las carreras científicas en el país

 

 
Con La Niña del Rayo en la cima del volcán Llullaillaco. Foto: Constanza Ceruti

 

Fuente: https://www.clarin.com

Por: Débora Campos

 

Tenía apenas 25 años cuando la arqueóloga Constanza Ceruti lideró la expedición que halló las momias mejor conservadas del mundo: tres niños sacrificados por los incas y excepcionalmente conservados durante quinientos años a 6.739 metros sobre el nivel del mar, cerca de la cima del volcán Llullaillaco, en el oeste de la provincia de Salta.

El descubrimiento transformó a esta investigadora del Conicet y directora (ad-honorem) del Instituto de Investigaciones de Alta Montaña de la Universidad Católica de Salta, en un activo científico codiciado. Pero ella decidió quedarse a trabajar en la Argentina: “Por amor a los Andes, a la familia y a las generaciones venideras”, dice.

Ceruti acepta las preguntas de Ñ y las responde por mail. Sus ascensiones notables y tempranas –el monte Aconcagua en 1996 y 1997; el volcán Pissis (6.792 m) y el volcán Llullaillaco en 1999, entre muchas otras– y más de 80 prospecciones la convirtieron en una avanzada.

“Comienza a apreciarse a nivel internacional que las investigaciones en arqueología de alta montaña en los Andes han resultado verdaderamente pioneras en lo que respecta al estudio de la dimensión sagrada del paisaje a escala mundial. Por ello, yo concibo a la arqueología de alta montaña como disciplina “madre” de otras novedosas líneas de investigación; en particular de la arqueología de glaciares, cada vez más difundida en el hemisferio norte”, explica.

–¿De qué manera la tecnología influye en las formas de hacer arqueología y de interpretar los hallazgos?

–Un ejemplo práctico que atañe a las momias congeladas que descubrimos en la cima del volcán Llullaillaco, el sitio arqueológico más alto de todo el planeta, sirve para responder. Su estudio nos permitió advertir, en forma bastante directa, el modo en que ciertos avances técnicos van ampliando los horizontes de nuestra comprensión del pasado histórico. Durante los seis años en que las momias estuvieron en custodia temporal en la Universidad Católica de Salta, coordiné diversos estudios interdisciplinarios en colaboración con expertos locales e internacionales. Tomando por ejemplo el aspecto concreto de los análisis de cabello, en los meses posteriores al hallazgo trabajamos en colaboración con un especialista norteamericano que logró identificar el consumo de hojas de coca que habían realizado los tres niños, empleando las técnicas forenses de uso habitual.

Esa contrastación empírica vino a comprobar una hipótesis planteada a partir de lecturas de documentos etnohistóricos, en los que los cronistas españoles recogían testimonios de la utilización ritual de la hoja de coca durante las peregrinaciones llamadas “capacochas”, con las que los ritualistas Incas llevaban ofrendas a las montañas y otros lugares sagrados.

Aquellos primeros resultados fueron dados a conocer en el Congreso Mundial de Estudios de Momias en Groenlandia en el año 2001. En años subsiguientes continuamos la investigación conjuntamente con Andrew Wilson, un experto en cabello de momias de la Universidad de Bradford, en Inglaterra. Wilson proponía intentar descubrir variaciones estacionales en la dieta de los niños a partir del análisis de isótopos estables en el cabello.

Para entonces, yo ya había defendido mi tesis doctoral sobre sacrificios y ofrendas incaicas en alta montaña y con los conocimientos adquiridos le explique que posiblemente no serían cambios “estacionales” los que se revelarían al análisis, sino más bien un único y notorio cambio por enriquecimiento de la dieta (y probable aumento del consumo del maíz) como evidencia de la participación de los niños en los ritos estatales de capacocha.

Más aún, mi expectativa era que ese cambio sería un indicador que nos permitiría calcular por aproximación la cantidad de meses transcurridos durante la procesión que trajo a los niños desde Cuzco hasta el norte argentino.

Efectivamente, el cambio esperado se detectó aproximadamente seis meses antes del momento de la muerte –particularmente en el caso de la doncella, cuyos largos cabellos trenzados permitieron descartar otras variaciones significativas durante sus dos últimos años de vida–.

La interpretación de los resultados incluyó también un taller realizado en el año 2004 con profesores ingleses expertos en sacrificios humanos. En aquel entonces –cinco años después del hallazgo– las técnicas para detección de la metabolización del alcohol empezaban a perfeccionarse y esperábamos ansiosamente poder demostrar/comprobar que una buena parte del consumo de maíz se había producido a partir de la chicha, bebida alcohólica que aún hoy día reviste de carácter ritual en el mundo andino.

En el año 2008, los primeros resultados (ciertamente positivos) fueron presentados en un congreso de momias y en 2013 los publicamos –junto a ulteriores estudios de ADN– en las Actas de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, uno de los más prestigiosos medios de difusión de la actividad científica a nivel mundial.

Gracias a los avances tecnológicos, todo este conocimiento pudo ser generado de forma no invasiva, mediante el análisis de tan sólo uno o dos cabellos de cada momia.

–¿El presente (nuestras ideas, nuestras jerarquías socioculturales, nuestros valores morales) determina la manera de interpretar hallazgos arqueológicos?

–El trabajo del antropólogo, arqueólogo e historiador requiere un esfuerzo para que las observaciones e interpretaciones sobre el pasado no resulten involuntariamente sesgadas por conceptualizaciones demasiado “occidentalizadas”.

Sin embargo, considero que tampoco sirve intentar “abstenerse” de toda valoración moral de los hechos del pasado, ya que el análisis histórico debería contribuir a mejorar las condiciones del presente y las perspectivas a futuro.

En el caso que nos ocupa como ejemplo, no puede desconocerse la violencia inherente a un fenómeno como el sacrificio de niños, que también era motivo de congoja entre los padres de las víctimas elegidas hace medio milenio –tal como se refleja muy detalladamente, por ejemplo, en los escritos de Bernabé Cobo–.

Hay que caminar con la mayor honestidad posible “por el filo de la navaja”, evitando hacer eco de las exageraciones y errores de algunos cronistas europeos (que atribuían a los Incas la realización de sacrificios cruentos como los de los Aztecas); pero evitando también una idealización romántica que pretende que “los Incas nunca sacrificaron a nadie” (como he oído decir también a más de un colega, por increíble que resulte).

Cuando comencé mis investigaciones hace un cuarto de siglo, el sacrificio humano se había convertido en un tema tabú en la comunidad internacional y los investigadores que lo abordaban recibían un tratamiento de fría indiferencia, cuando no terminaban “cancelados”, como diríamos ahora. Las cosas han ido cambiando un poco en los últimos tiempos, aunque los mecanismos de invisibilidad y cancelación siguen entrando en juego, particularmente en casos en que una investigación aborde alguna “verdad inconveniente”.

Opino que los intentos de negación de ciertos fenómenos del pasado y la idealización romántica de tiempos pretéritos no sólo atentan contra el conocimiento de nuestra historia, sino que nos condenan a ser testigos (y víctimas a veces) de mecanismos oscuros que tienden a perpetuarse en las sombras. Si la verdad nos hace libres, es imperioso develar los engaños que nos llevan a sentirnos esclavos. Hay que empezar por formular las preguntas necesarias, aunque incómodas: por ejemplo, preguntarse cómo y porqué ciertos mecanismos opresivos aceitados por imperios de los siglos XV y XVI se ven reflejados en los totalitarismos del siglo XX, e incluso en algunos aspectos de la actualidad.

–¿Por qué decidiste quedarte en un país en el que hacer ciencia es tan sacrificado?

–Ciertamente no faltaron las invitaciones para trabajar en universidades norteamericanas y europeas. Incluso antes del descubrimiento de las momias, me habían ofrecido una beca para ir a Cambridge, por ser (en aquel momento, a mis 23 años) la única mujer en el mundo dedicada a la arqueología de alta montaña.

Los científicos con auténtica vocación necesitamos ser reconocidos y acompañados en nuestro medio, donde la historia reciente nos muestra ejemplos tan dolorosos como el del médico René Favaloro. Esta pregunta me permite referirme a algunas de las dificultades que enfrentamos quienes trabajamos en la Argentina, con la esperanza de que la crítica constructiva –hecha desde adentro– encuentre eco en la sociedad en su conjunto, ya que la concientización es un factor importantísimo para que las cosas vayan mejorando.

Los lectores quizás no imaginen las dificultades que padecemos algunos investigadores enmarcados en sistemas en cuyo seno el bullying (acoso moral) parece estar a la orden del día; donde los celos profesionales dan origen a verdaderas “cacerías de brujas”, con inquisidores, torturas y hogueras más o menos metafóricas, que pueden poner injusto fin a la carrera de un investigador.

A veces nos sentimos como “esclavos griegos en un circo romano”, gladiadores obligados a pelear, mientras con pulgares para arriba o para abajo se dirime arbitrariamente nuestro futuro, al tiempo que algunos emperadores tocan la lira…. Y esto se da con demasiada frecuencia en el campo de las ciencias antropológicas, no solamente en nuestro país. A

l punto que cierto colega norteamericano llegó a ironizar años atrás, manifestando que “la tribu más peligrosa a la que había sobrevivido”, era la de los “antropólogos antropófagos”. Es muy valioso y oportuno que se esté tomando consciencia –particularmente entre los jóvenes– acerca de la importancia de cultivar la meritocracia, en el seno de una sociedad donde se ha venido tolerando (y hasta incentivando) una mentalidad ventajista –la consabida “viveza criolla”, madre de tantas tragedias que aquejan a nuestro país desde hace tantas décadas–.

Así como el amor a la montaña permite a los montañistas sobreponernos al vértigo, al agotamiento físico y a los factores ambientales extremos; el amor a la Verdad nos permite (a los científicos comprometidos) superar adversidades que van mucho más allá de los sacrificios propios de la tarea investigativa.

Lo que desalienta las vocaciones –y ciertamente amarga la vida de numerosos investigadores– no tiene tanto que ver con la crónica falta de recursos sino con aquellos mecanismos “tóxicos” y opresivos que tienden a repetirse a lo largo de la historia, en contextos donde abunda el despotismo y falta el discernimiento.

Aclaro que no en toda la práctica científica se vivencia el maltrato y que existen en nuestro país instituciones donde el mérito y las trayectorias son correctamente valoradas. Hace unos años fui invitada a incorporarme a la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, donde me he sentido siempre bienvenida (además de ser el miembro más joven de nuestro país, en las diversas disciplinas).

En el extranjero he sido premiada con la Medalla de Oro de la International Society of Woman Geographers y he recibido diversas distinciones, incluyendo un doctorado honorario en una universidad norteamericana. En el país he sido distinguida con la Medalla de Oro de la Universidad de Buenos Aires (por el promedio de 9.9), el Premio Vocación Académica, el Trébol de Plata y el Cóndor Dorado del Ejército (por primera vez otorgado a una mujer), por aptitud especial en montaña.

–¿Hay características regionales en tu trabajo?

–Comienza a apreciarse a nivel internacional que las investigaciones en arqueología de alta montaña en los Andes han resultado verdaderamente pioneras. En lo que respecta a la tecnología, está claro que el acceso es más limitado para quienes residimos en el sur de América; pero en el campo de la arqueología de altura esta desigualdad no se hace tan palpable, ya que el factor determinante termina siendo lo que cabe en una mochila.

En trabajos de campo compartidos con colegas en montañas de Escandinavia y Canadá he visto el uso de tecnología más avanzada en circunstancias en las que los investigadores tenían la logística resuelta con helicópteros (cosa que en los Andes no era posible); pero cuando salían al campo para prospectar “a pie”, volvían a elegir la brújula y la cinta métrica, que son más fácilmente transportables.

Algo parecido se daba entre los colegas suizos con quienes colaboré en exploraciones alpinas en 2014. En mi opinión, la tecnología es una bendición complementaria; lo fundamental es “la mirada”.

Hay que mantener una perspectiva abierta, sin prejuicios ideológicos y libre de la tiranía de las cambiantes “modas” teórico-metodológicas, que muchas veces no permiten comprometerse con lo que es verdaderamente digno de investigación.

Menciono como ejemplo mi interés por la dimensión sagrada de las montañas, que me llevó a realizar múltiples investigaciones en el terreno sobre mitos, leyendas, ritos y procesiones en los Alpes, en tiempos en que los colegas europeos focalizaban casi exclusivamente en temas relativos a la retracción de los glaciares, la deforestación, etc.

Una especie de “ceguera” ideológica los invitaba a ignorar importantes manifestaciones de la cultura y la devoción popular, desde una errónea creencia en una Europa totalmente “moderna y secularizada”. Mientras yo escalaba picos alpinos coronados religiosamente con cruces, y escuchaba coloridas leyendas de brujas y gigantes que los ancianos pastores me referían en italiano, los principales profesores de las universidades suizas se mostraban escépticos de que siquiera “existieran” montañas sagradas en los Alpes, que merecieran ser investigadas.

En un congreso de Arqueología de la Criósfera, en el año 2016, presenté en la Universidad de Innsbruck una ponencia innovadora sobre la dimensión sagrada de estas montañas “desde los Alpes franco-italianos hasta las Dolomitas” (con ejemplos estudiados personalmente en todo el arco alpino).

El trabajo fue recibido con esperable incomodidad por algunos de los más veteranos expertos locales, ya que ponía en evidencia la postergación de una importantísima dimensión en los estudios de sus propias montañas.

Afortunadamente, mi desafiante contribución fue bienvenida (y rápidamente imitada) por los colegas más jóvenes. Tres años después, en la universidad suiza de Berna coordinamos un simposio sobre “montañas sagradas” en el congreso de arqueología europea, que contó con sesenta participantes y más de veinte expositores. En los tiempos que corren, es necesario evitar la idolatría de la tecnología y cifrar nuestras esperanzas en el corazón y la mente de las personas.

 

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