Juan Luis Orrego / jluis3@comercio.com.pe
Actualizado en 02/10/2019 a las 17:38
Los tiempos turbulentos de la Independencia,
con un clima constante de incertidumbre, en el que los peruanos de
entonces recibían noticias contradictorias de lo que venía ocurriendo en
la Península, la Ciudad de los Reyes, el interior del Virreinato o del
resto de la América andina, tuvo una de sus tantas crisis cuando, en
medio de la lucha militar contra el ejército realista, el Perú de
entonces se vio con dos gobiernos, uno en Lima y otro en Trujillo, y
ambos con su propio Congreso. Nos referimos al régimen de José de la Riva-Agüero, que tuvo que trasladarse hacia el norte con un puñado de diputados, pues el Congreso de Lima, bajo la insistencia de Antonio José de Sucre, nombró como presidente al Marqués de Torre Tagle.
Esta primera “anomalía” política de nuestra historia republicana, que se resolvería con la proclamación de la dictadura de Simón Bolívar, la huida a Europa de Riva-Agüero y las indefiniciones de Torre Tagle,
serían recurrentes, especialmente durante el siglo XIX, ya sea por
conflictos internacionales, traiciones entre caudillos, vacíos
constitucionales o, simplemente, por una coyuntura de “crisis general”. Así se construyó la república, el estado-nación y, lógicamente, una forma de hacer política, compartida, además, por casi todos los países latinoamericanos.
Recordemos
que entre 1821 y 1845, en un lapso de 24 años, se sucedieron 53
gobiernos, se reunieron diez congresos y se promulgaron seis
constituciones. En 1838, en plena guerra por la Confederación Perú-Boliviana,
tuvimos siete presidentes casi en simultáneo. Un país impredecible, un
escenario imposible para cualquier inversión u obra pública. Pero sin
duda, uno de los dramas mayores se vivió en 1872, cuando los hermanos Gutiérrez se rebelaron contra el gobierno de José Balta. Asesinaron al presidente e impusieron a uno de ellos, Tomás, como Jefe Supremo de la República. La “solución”
a la suicida aventura de estos coroneles terminó, como sabemos, con el
linchamiento popular de sus líderes, colgados en las torres de la
Catedral de Lima.
Estos sucesos fueron tan solo el preludio de otra coyuntura aún más lamentable, los años de la Guerra del Pacífico,
cuando, literalmente, el Perú casi no tuvo gobierno ni dirección
política, lo que profundizó la debacle nacional. A la terrible deserción
de Mariano I. Prado (quien deja en el cargo a un disminuido Luis La Puerta), le siguió la dictadura de Nicolás de Piérola que no pudo, siquiera, organizar la defensa de Lima. Ante el fracaso, Piérola debió refugiarse con su “gobierno” a Ayacucho, mientras un grupo de “notables”, en el pueblo de La Magdalena, elegía al jurista Francisco García-Calderón quien,
a su vez, por negarse a negociar una paz con entrega de territorio, fue
defenestrado por los propios chilenos y llevado en cautiverio a Valparaíso. Con Piérola ahora también huido, se profundizó el caos, con el mandato provisorio de Lizardo Montero hasta que, después del Manifiesto de Montán, Miguel Iglesias se hace de la presidencia, pero sostenido por el ejército chileno, que no se retiró del territorio hasta conseguir la Paz de Ancón, con la cesión definitiva de Tarapacá y la ocupación de Tacna y Arica por diez años. Pero buena parte del país, con Andrés A. Cáceres a la cabeza, no reconocieron al gobierno de Iglesias, por su “traición” de Ancón, y vino una guerra civil que duró hasta que, en 1886, Cáceres se
hizo con el mando definitivo. Sin temor a exagerar, fueron casi siete
años, de 1879 a 1886, que el Perú no tuvo rumbo, un país a la deriva,
presa del apetito del invasor y víctima de la división entre las elites
de entonces, ajenas al desafío nacional.
Pasada la tragedia, fuimos llegando al siglo XX con un periodo de cierta estabilidad hasta 1930, año en que cae Leguía.
Bajo el peso de la recesión mundial, el país vivió en la incertidumbre
total hasta 1933, por lo menos, cuando el Congreso decide nombrar, de
emergencia, al general Benavides tras el magnicidio contra Luis M. Sánchez Cerro. Varios “gobernantes”, algunos muy efímeros, incluso simultáneos, tuvimos en este periodo, con la amenaza de una guerra civil: el general Manuel María Ponce, el magistrado Leoncio Elías, el caudillo David Samanez Ocampo o el Zorro Jiménez. Es más, para un sector del país, Haya de la Torre era el “presidente moral”, a quien le habían arrebatado las elecciones de 1931.
Por
lo comentado arriba, en varios momentos, la crisis se resolvía con un
golpe de estado, el cuartelazo, justo para evitar la indecisión y la
posible duplicidad de poderes, cuando todo “volvía a la normalidad”, según la ironía de Martín Adán. Con estas estrategias también se ha construido nuestra República, muchas veces en nombre o en contra de la legalidad, y así llegamos al Bicentenario, otra vez sin consensos, sin rutas de largo aliento.
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