Fuente: https://www.nytimes.com
Por:
SAN DIEGO — Hace tres años, mientras
examinaba bajo el microscopio algunas muestras de medusas en su
laboratorio de biología marina del Instituto de Oceanografía Scripps en
la Universidad de California, campus San Diego, Dimitri Deheyn se
percató de la presencia de algunas formas fibrosas de color azul
intenso.
Supuso que su lente estaba
sucio, por lo que lo limpió con un paño especial. Al ver que no había
resuelto el problema, intentó desarmar el instrumento y limpiar el
sistema óptico con aire comprimido. Pero las partículas no
desaparecieron.
En un principio,
Deheyn pensó que los microplásticos podían explicar lo que veía. Sin
embargo, tras una rápida búsqueda en la literatura, descubrió que esas
formas fibrosas, de aproximadamente un quinto del grosor de un cabello
cada una, en realidad eran microfibras de tela. Entonces, se preguntó si
provenían de la ropa de sus estudiantes, del acuario en el que estaba
la medusa o del agua dulce empleada para lavar el equipo. Tras examinar
algunas muestras de agua marina tomadas en el muelle de investigación
del Instituto Scripps, el misterio quedó resuelto y descubrió, para su
sorpresa, que la medusa había traído consigo las microfibras del océano.
Debido
a esa experiencia con su microscopio, Deheyn ahora se cuenta entre el
creciente número de científicos que intentan descubrir la verdadera
magnitud del problema que representan las microfibras para el
medioambiente. Se desprenden de nuestra sofisticada ropa diseñada para
evacuar la humedad mientras corremos, y también las expulsamos en
grandes cantidades al lavar esa ropa. Así llegan a nuestros canales, al
agua que bebemos, a los peces que comemos y el aire que respiramos. Un
estudio sobre la distribución de las partículas plásticas en el agua de
mar realizado en 2018 reveló que el 91 por ciento de ellas eran
microfibras.
“Están afectando el ecosistema y ni
siquiera sabemos cómo”, comentó Deheyn, originario de Bélgica y criado
en Ruanda. “No sabemos si generan estrés en las células, si son la causa
de algunas enfermedades crónicas o si pueden provocar irritación en los
pulmones”.
Al principio de su carrera
académica, Deheyn se concentró en el estudio de los misterios de la
bioluminiscencia y la forma en que los cambios de la luz o el color de
los animales acuáticos reflejan su estado de salud. Ahora ha convertido
su laboratorio en un centro de investigación dedicado a las microfibras,
espacio en el que se han diseñado enfoques novedosos y creativos para
documentar los efectos de las microfibras en la salud y en la vida
marina, un tema que, en su opinión, casi no se ha investigado.
Además, Deheyn ha desarrollado una amplia
red integrada por investigadores y científicos ciudadanos que le hacen
llegar muestras, gracias a las cuales tiene información general sobre el
nivel de contaminación por microfibras que sufren distintos lugares. “A un activista se le ocurrió preguntarme: ‘Voy a la Polinesia Francesa, ¿puedo traerle algo de allá?’”, relató.
Cuando el nadador
francés Ben LeComte emprendió su misión de cruzar la gran mancha de
basura del Pacífico en 2018, Deheyn les pidió a los investigadores que
iban en el barco de apoyo que tomaran muestras de agua y peces. También
ha establecido colaboraciones con Greenpeace y con el programa Jóvenes Exploradores del Club de Exploradores de Manhattan, cuyos miembros le llevaron muestras de nieve y agua del Polo Norte (en las que halló microfibras).
Pronto,
espera tener una “vista aérea”, pues el autonombrado “piloto de la
paz”, Robert DeLaurentis, quien arrancó el vuelo en noviembre con el
propósito de circunnavegar el planeta de polo a polo en
seis meses, convino en colocar cuadros de cinta adhesiva en la nariz de
su avión y en la punta de las alas para medir la concentración de
microfibras durante treinta tramos de vuelo sobre ciudades, selvas
tropicales y desiertos.
Además, Deheyn
participa con Lenzing, empresa austriaca productora de fibras de
celulosa hechas con pulpa de madera, en un proyecto que busca analizar
su biodegradabilidad. Se trata de una de las muchas acciones que ha
emprendido la industria textil con el objetivo de reducir el uso de
materiales sintéticos en la popular “moda rápida”.
Para
este proyecto, Holly Nelson, estudiante de último año de licenciatura
que trabaja en el laboratorio de Deheyn, recorre cada mañana de viernes
un muelle de investigación sobre el Pacífico y recoge tres canastas
metálicas que flotan cerca de la superficie. Después de retirar largas
cuerdas de algas acumuladas en ellas, recoge unas veinte bolsas de malla
en cuyo interior se encuentran varias muestras de tela, desde algodón
hasta poliéster y licra, todas del tamaño de una tarjeta de
presentación.
En el laboratorio,
examina esas muestras bajo el microscopio y documenta cómo ha desgastado
el océano cada material, desde el efecto de la luz solar y el
movimiento de las olas hasta el tipo de vida marina que ha crecido en
ellos. Forma parte de un equipo dedicado desde hace un año a observar
con cuánta rapidez se desintegran distintas telas en el agua de mar.
Otro de sus experimentos consiste en observar otra serie de muestras de
tela colocadas en el fondo del océano, a unos nueve metros de
profundidad, donde están a merced de los efectos abrasivos de la arena y
expuestas a más microbios.
A Deheyn
le pareció que el proyecto del muelle era una buena oportunidad no solo
para probar el material de celulosa de Lenzing, sino también para
observar la descomposición en tiempo real de otros materiales sintéticos
tratados (se acostumbra que los fabricantes textiles analicen los
tintes químicos, la protección contra la radiación ultravioleta y los
agentes repelentes al agua con enzimas, dentro de un biorreactor cerrado
y a temperatura controlada durante un periodo que puede durar desde
unos días hasta un mes).
Quedó sorprendido
al ver que una muestra de poliéster que había permanecido doscientos
días en el océano estaba prácticamente intacta. “Si fuera una camiseta, podrías ponértela hoy sin problemas”, dijo.
En
el acuario de investigación del Instituto Scripps, Deheyn realiza un
estudio paralelo para el que colocó más muestras en contenedores
individuales y registra cuántas microfibras sueltan. Con un instrumento
desarrollado por Jessica Sandoval, estudiante de ingeniería, los
investigadores proyectan luz negra sobre las muestras y un software
similar al que se aplica en el reconocimiento facial identifica su forma
fibrosa característica.
Enfoques
creativos de ese tipo son muy valiosos en un campo que ha tenido
dificultades para registrar con precisión cómo se diseminan las
microfibras, explicó Mary Kosuth, estudiante de doctorado en Química
Ambiental en la Universidad de Minnesota. Esta estudiante desarrolló sus
propios conjuntos de datos sobre microfibras a partir de un estudio de
cerveza y sal de mar vendidas en tiendas de abarrotes.
Cuando los
científicos comenzaron a estudiar el impacto de los plásticos en el
océano en la última década usaron redes diseñadas para capturar
plancton, que no detectaban las microfibras. Hoy en día, los
investigadores también están utilizando el método de “muestra
aleatoria”: llenan un frasco con agua y luego determinan la composición
química mediante la tecnología de espectroscopia que mide la materia con
radiación electromagnética.
“Esto es
algo que está creciendo en nuestra conciencia colectiva”, dijo Kosuth.
“Tenemos un buen corpus de investigación que indica que estas partículas
son ubicuas”. Este año, probó una muestra de la nieve de su patio
trasero y ahora prohíbe a sus dos hijos pequeños coger copos de nieve en
sus lenguas. Pero a los
investigadores todavía les queda mucho camino por recorrer para
demostrar que estas fibras afectan la salud de los seres humanos o los
animales.
“Se ha hecho muy
poco”, señaló Chelsea Rochman, experta en Ecología de la Universidad de
Toronto que estudia los efectos del plástico en la salud. “Sabemos que
estamos expuestos, pero no sabemos qué consecuencias tiene esa
exposición, si es que existen”.
Causa
de especial inquietud son algunas fibras sometidas a tratamientos con
sustancias químicas durante el proceso de fabricación o que podrían
absorber otros contaminantes. Algunas investigaciones sugieren que las
microfibras podrían afectar el sistema reproductor de los crustáceos,
pues se cree que han provocado que pongan menos huevos o produzcan
descendencia con atrofias o muerte prematura. En el laboratorio de
Deheyn, Alysia Daines, estudiante visitante de la Universidad de Aarhus
en Dinamarca, hace pruebas para determinar sus efectos en el desarrollo
de los embriones del erizo de mar.
En
este ambiente de incertidumbre, Deheyn da pláticas en conferencias de la
industria de la moda sobre la necesidad de producir menos tela
sintética. Algunos empresarios ya fabrican sistemas de filtración para
lavadoras capaces de atrapar las fibras antes de que se descarguen al
medioambiente, y los consumidores comienzan a favorecer otros modelos de negocios, como la renta o reventa de ropa, que podrían reducir los efectos de la industria de la moda.
“El
cambio climático es un concepto tan vasto que a la gente le cuesta
mucho comprenderlo”, aseveró Deheyn. “Pero si les hablamos de elegir qué
ropa usar y cómo lavarla, es fácil que nos entiendan”.
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