domingo, 12 de abril de 2020

Para resolver un problema omnipresente los científicos se ponen creativos





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SAN DIEGO — Hace tres años, mientras examinaba bajo el microscopio algunas muestras de medusas en su laboratorio de biología marina del Instituto de Oceanografía Scripps en la Universidad de California, campus San Diego, Dimitri Deheyn se percató de la presencia de algunas formas fibrosas de color azul intenso.

Supuso que su lente estaba sucio, por lo que lo limpió con un paño especial. Al ver que no había resuelto el problema, intentó desarmar el instrumento y limpiar el sistema óptico con aire comprimido. Pero las partículas no desaparecieron.

En un principio, Deheyn pensó que los microplásticos podían explicar lo que veía. Sin embargo, tras una rápida búsqueda en la literatura, descubrió que esas formas fibrosas, de aproximadamente un quinto del grosor de un cabello cada una, en realidad eran microfibras de tela. Entonces, se preguntó si provenían de la ropa de sus estudiantes, del acuario en el que estaba la medusa o del agua dulce empleada para lavar el equipo. Tras examinar algunas muestras de agua marina tomadas en el muelle de investigación del Instituto Scripps, el misterio quedó resuelto y descubrió, para su sorpresa, que la medusa había traído consigo las microfibras del océano.

Debido a esa experiencia con su microscopio, Deheyn ahora se cuenta entre el creciente número de científicos que intentan descubrir la verdadera magnitud del problema que representan las microfibras para el medioambiente. Se desprenden de nuestra sofisticada ropa diseñada para evacuar la humedad mientras corremos, y también las expulsamos en grandes cantidades al lavar esa ropa. Así llegan a nuestros canales, al agua que bebemos, a los peces que comemos y el aire que respiramos. Un estudio sobre la distribución de las partículas plásticas en el agua de mar realizado en 2018 reveló que el 91 por ciento de ellas eran microfibras.

“Están afectando el ecosistema y ni siquiera sabemos cómo”, comentó Deheyn, originario de Bélgica y criado en Ruanda. “No sabemos si generan estrés en las células, si son la causa de algunas enfermedades crónicas o si pueden provocar irritación en los pulmones”.

Al principio de su carrera académica, Deheyn se concentró en el estudio de los misterios de la bioluminiscencia y la forma en que los cambios de la luz o el color de los animales acuáticos reflejan su estado de salud. Ahora ha convertido su laboratorio en un centro de investigación dedicado a las microfibras, espacio en el que se han diseñado enfoques novedosos y creativos para documentar los efectos de las microfibras en la salud y en la vida marina, un tema que, en su opinión, casi no se ha investigado.

Además, Deheyn ha desarrollado una amplia red integrada por investigadores y científicos ciudadanos que le hacen llegar muestras, gracias a las cuales tiene información general sobre el nivel de contaminación por microfibras que sufren distintos lugares. “A un activista se le ocurrió preguntarme: ‘Voy a la Polinesia Francesa, ¿puedo traerle algo de allá?’”, relató.

Cuando el nadador francés Ben LeComte emprendió su misión de cruzar la gran mancha de basura del Pacífico en 2018, Deheyn les pidió a los investigadores que iban en el barco de apoyo que tomaran muestras de agua y peces. También ha establecido colaboraciones con Greenpeace y con el programa Jóvenes Exploradores del Club de Exploradores de Manhattan, cuyos miembros le llevaron muestras de nieve y agua del Polo Norte (en las que halló microfibras).

Pronto, espera tener una “vista aérea”, pues el autonombrado “piloto de la paz”, Robert DeLaurentis, quien arrancó el vuelo en noviembre con el propósito de circunnavegar el planeta de polo a polo en seis meses, convino en colocar cuadros de cinta adhesiva en la nariz de su avión y en la punta de las alas para medir la concentración de microfibras durante treinta tramos de vuelo sobre ciudades, selvas tropicales y desiertos.

Además, Deheyn participa con Lenzing, empresa austriaca productora de fibras de celulosa hechas con pulpa de madera, en un proyecto que busca analizar su biodegradabilidad. Se trata de una de las muchas acciones que ha emprendido la industria textil con el objetivo de reducir el uso de materiales sintéticos en la popular “moda rápida”.

Para este proyecto, Holly Nelson, estudiante de último año de licenciatura que trabaja en el laboratorio de Deheyn, recorre cada mañana de viernes un muelle de investigación sobre el Pacífico y recoge tres canastas metálicas que flotan cerca de la superficie. Después de retirar largas cuerdas de algas acumuladas en ellas, recoge unas veinte bolsas de malla en cuyo interior se encuentran varias muestras de tela, desde algodón hasta poliéster y licra, todas del tamaño de una tarjeta de presentación.

En el laboratorio, examina esas muestras bajo el microscopio y documenta cómo ha desgastado el océano cada material, desde el efecto de la luz solar y el movimiento de las olas hasta el tipo de vida marina que ha crecido en ellos. Forma parte de un equipo dedicado desde hace un año a observar con cuánta rapidez se desintegran distintas telas en el agua de mar. Otro de sus experimentos consiste en observar otra serie de muestras de tela colocadas en el fondo del océano, a unos nueve metros de profundidad, donde están a merced de los efectos abrasivos de la arena y expuestas a más microbios.

A Deheyn le pareció que el proyecto del muelle era una buena oportunidad no solo para probar el material de celulosa de Lenzing, sino también para observar la descomposición en tiempo real de otros materiales sintéticos tratados (se acostumbra que los fabricantes textiles analicen los tintes químicos, la protección contra la radiación ultravioleta y los agentes repelentes al agua con enzimas, dentro de un biorreactor cerrado y a temperatura controlada durante un periodo que puede durar desde unos días hasta un mes).

Quedó sorprendido al ver que una muestra de poliéster que había permanecido doscientos días en el océano estaba prácticamente intacta. “Si fuera una camiseta, podrías ponértela hoy sin problemas”, dijo.

En el acuario de investigación del Instituto Scripps, Deheyn realiza un estudio paralelo para el que colocó más muestras en contenedores individuales y registra cuántas microfibras sueltan. Con un instrumento desarrollado por Jessica Sandoval, estudiante de ingeniería, los investigadores proyectan luz negra sobre las muestras y un software similar al que se aplica en el reconocimiento facial identifica su forma fibrosa característica.

Enfoques creativos de ese tipo son muy valiosos en un campo que ha tenido dificultades para registrar con precisión cómo se diseminan las microfibras, explicó Mary Kosuth, estudiante de doctorado en Química Ambiental en la Universidad de Minnesota. Esta estudiante desarrolló sus propios conjuntos de datos sobre microfibras a partir de un estudio de cerveza y sal de mar vendidas en tiendas de abarrotes.

Cuando los científicos comenzaron a estudiar el impacto de los plásticos en el océano en la última década usaron redes diseñadas para capturar plancton, que no detectaban las microfibras. Hoy en día, los investigadores también están utilizando el método de “muestra aleatoria”: llenan un frasco con agua y luego determinan la composición química mediante la tecnología de espectroscopia que mide la materia con radiación electromagnética.

“Esto es algo que está creciendo en nuestra conciencia colectiva”, dijo Kosuth. “Tenemos un buen corpus de investigación que indica que estas partículas son ubicuas”. Este año, probó una muestra de la nieve de su patio trasero y ahora prohíbe a sus dos hijos pequeños coger copos de nieve en sus lenguas. Pero a los investigadores todavía les queda mucho camino por recorrer para demostrar que estas fibras afectan la salud de los seres humanos o los animales.

“Se ha hecho muy poco”, señaló Chelsea Rochman, experta en Ecología de la Universidad de Toronto que estudia los efectos del plástico en la salud. “Sabemos que estamos expuestos, pero no sabemos qué consecuencias tiene esa exposición, si es que existen”.

Causa de especial inquietud son algunas fibras sometidas a tratamientos con sustancias químicas durante el proceso de fabricación o que podrían absorber otros contaminantes. Algunas investigaciones sugieren que las microfibras podrían afectar el sistema reproductor de los crustáceos, pues se cree que han provocado que pongan menos huevos o produzcan descendencia con atrofias o muerte prematura. En el laboratorio de Deheyn, Alysia Daines, estudiante visitante de la Universidad de Aarhus en Dinamarca, hace pruebas para determinar sus efectos en el desarrollo de los embriones del erizo de mar.

En este ambiente de incertidumbre, Deheyn da pláticas en conferencias de la industria de la moda sobre la necesidad de producir menos tela sintética. Algunos empresarios ya fabrican sistemas de filtración para lavadoras capaces de atrapar las fibras antes de que se descarguen al medioambiente, y los consumidores comienzan a favorecer otros modelos de negocios, como la renta o reventa de ropa, que podrían reducir los efectos de la industria de la moda.

“El cambio climático es un concepto tan vasto que a la gente le cuesta mucho comprenderlo”, aseveró Deheyn. “Pero si les hablamos de elegir qué ropa usar y cómo lavarla, es fácil que nos entiendan”.


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