viernes, 18 de diciembre de 2020

Los murciélagos no tienen la culpa

 

 

Fuente: https://www.nytimes.com

Por: Es autor de Spillover: Animal Infections and the Next Human Pandemic.

 

El orden de animales conocido como los quirópteros, los murciélagos, tiene una reputación poco entusiasta entre los humanos. Para decirlo de manera cordial: han sido calumniados y abusados durante siglos.

Algunas personas, principalmente desde la comodidad de la distancia y la ignorancia, perciben a los murciélagos como repulsivos y tenebrosos. Algunas personas les temen, con o sin fundamentos racionales. En ocasiones, los murciélagos son masacrados en grandes cantidades, indefensos en los lugares colectivos donde se cuelgan, cuando las personas los consideran amenazadores, inconvenientes, nocivos o deseables como comida.

La idea de una sopa de murciélago o murciélago rostizado produce repugnancia entre los comensales sensibles de Occidente, pero eso no es consuelo para las decenas de miles de zorros voladores (como se le conoce al más grande de los murciélagos frugívoros del Mundo Antiguo) que han sido cazados de manera legal por su carne y como deporte en Malasia en los últimos años. O para el murciélago frugívoro de las Marianas, arrastrado al olvido no solo por la pérdida de su hábitat en Guam y las islas vecinas, sino también por la introducción de una serpiente de árbol que los depreda y una tradición del pueblo nativo de los chamorros de comerlos como parte de un festín ceremonial. Casi 200 especies de murciélagos en todo el mundo están en peligro de extinción.

Además, este patrón de antipatía solo empeorará por la pandemia de la COVID-19 (dada la evidencia molecular que muestra que los murciélagos fueron el probable origen del nuevo coronavirus) a menos que reconozcamos los méritos y la belleza de estas criaturas, así como los prejuicios contra ellas.

La literatura antigua y el folclor registran una larga lista de creencias antimurciélagos: que fueron renegados en la batalla primordial entre aves y bestias, que estropeaban los huevos de las cigüeñas, que arrancaban a mordidas pedazos de jamones colgados para curar, que se enredaban a sí mismos en los cabellos de las mujeres, que fueron cómplices de Satanás en su esfuerzo por tomar el control de la naturaleza humana, que la sangre de murciélago podría servir como antídoto a la mordida de la serpiente y todo tipo de ideas sin sentido.

Sin embargo, la asociación del vampirismo con los murciélagos no es un mito. Tres especies de pequeños y escurridizos murciélagos del Nuevo Mundo se adaptaron para alimentarse exclusivamente de sangre de aves y mamíferos distraídos (originalmente pertenecientes a la vida salvaje, pero ahora también vacas, caballos y humanos dormidos con los pies expuestos). El más evidente de ellos es el murciélago vampiro común, Desmodus rotundus, conocido desde Uruguay hasta México y especialmente abundante en el sureste de Brasil. Estos murciélagos hematófagos tienen sensores de calor en su nariz para localizar concentraciones capilares, incisivos afilados para cortar la carne, saliva anticoagulante… el paquete completo. Como mosquitos peludos.

El “rotundus” (robusto) en su nombre científico refleja el hecho de que, después de arrastrarse por el suelo para dar un mordisco a los tobillos del ganado y beber sangre, se ponen tan gordos por la cena (eructo) que deben orinar el plasma y retener los glóbulos rojos antes de emprender el vuelo y volver adonde se cuelgan para dormir. De ahí es un pequeño salto hacia Drácula.

Algunas personas también culpan a los murciélagos por los patógenos peligrosos que portan (incluyendo el potencial precursor del nuevo coronavirus, SARS-CoV-2). Es posible que ese virus se haya pasado a los humanos de uno de los varios tipos de murciélagos de herradura del sur de China. Si así ocurrió, el fatídico evento probablemente tuvo más que ver con lo que algún humano quería de los murciélagos que con lo que algún murciélago quería de los humanos.

Los virus de los murciélagos se derraman sobre los humanos; no se trepan sobre nosotros. No nos buscan. Y la infección por derrame generalmente ocurre cuando irrumpimos en los hábitats de los murciélagos, excavamos su guano para usarlo como fertilizante, los capturamos, los matamos o los transportamos vivos a mercados o iniciamos cualquier otro tipo de interacción disruptiva.

Los científicos aún no han descubierto (y tal vez nunca lo hagan) cuál encuentro exactamente llevó este coronavirus a la humanidad. Sin embargo, puedes estar seguro de que no sucedió porque algún murciélago de herradura chino voló a Wuhan y mordió a un pobre hombre en el dedo del pie.

El más letal de los virus transmitidos por los murciélagos, para los humanos, es el de la rabia, ahora reconocido como un miembro de un grupo diverso llamado lisavirus (que viene de Lisa, la diosa griega de la ira frenética y la furia), la mayoría de ellos asociados con los murciélagos. Los humanos han estado conscientes de la rabia al menos desde Demócrito, en el siglo V a. C. La hemos visto en nuestros perros, que en ocasiones se vuelven locos, como en la película Su más fiel amigo, y a veces en alguna persona desafortunada que resultó mordida. La tasa de letalidad de la rabia, sin una rápida vacunación posterior a la exposición, es de casi el 100 por ciento y la enfermedad aún mata a decenas de miles de personas cada año.

Pero ¿de qué fuente original se contagió la rabia a los perros, a los mapaches, a los zorrillos o a otros carnívoros cuya saliva le ayuda a infiltrarse en una herida por mordida? La primera pista para resolver ese misterio llegó en 1911, cuando el virus de la rabia fue reportado entre murciélagos por un científico italiano en Brasil, Antonio Carini, quien notó el extraño detalle de que no parecía enfermar a los murciélagos. Eso indicó una larga relación entre los murciélagos y el virus, la cual quizás había alcanzado un acuerdo mutuo: un hábitat seguro para el virus, sin síntomas para el huésped.

Aunque la rabia era el tema que dominó la investigación en este campo durante gran parte del siglo XX, aparecieron otros cuantos virus transmitidos por murciélagos, la mayoría como descubrimientos incidentales por parte de científicos que estudiaban otra cosa. El virus del río Bravo, por ejemplo, encontrado entre algunos murciélagos de California en 1954 y relacionado con el virus de la fiebre amarilla, fue uno de ellos. El virus Tacaribe, transmitido tanto por murciélagos como por mosquitos en Trinidad, fue otro. Estos virus generaron artículos científicos, pero no titulares de periódicos, porque no estaban causando muertes humanas.

Pronto, también aparecieron algunos nuevos virus asesinos, aunque sin ningún vínculo claro con los murciélagos (al principio). El virus de Marburgo, así como el más letal e infame de los ébolas, ahora conocido como ebolavirus Zaire, causó una enfermedad espantosa y muerte con sus primeros brotes reconocidos entre humanos, a finales de la década de los sesenta y la de los setenta. Sin embargo, sus conexiones confirmadas (Marburgo) o probables (Zaire) con los murciélagos como reservorios fueron establecidas por la ciencia hasta más tarde.

Después, en 1994, un nuevo bicho extraño infectó por derrame a ciertos zorros voladores en el este de Australia, dejó un rastro terrible por un establo de caballos de carreras y mató a uno de los tres hombres que habían trabajado, en medio de grandes cantidades de sangre, para salvar a esos caballos. Un segundo hombre, un ayudante del establo, se enfermó de manera grave, pero sobrevivió. El tercer hombre era un veterinario llamado Peter Reid.

“Ese es”, me dijo Reid, doce años después, mientras estábamos sentados en su carro en medio de una expansión de casas nuevas cerca de Brisbane y contemplábamos una higuera solitaria que estaba de pie en una rotonda. “Ese es el maldito árbol”. El suburbio, en 1994, era un pastizal para caballos. Los murciélagos llegaron por los higos. La primera yegua infectada se cubrió con la sombra de ese árbol, se alimentó con pasto salpicado con heces de murciélago infectadas con el virus. De ella pasó a los otros caballos y a los hombres.

Ese virus recibió el nombre de Hendra, que era el suburbio de Brisbane donde ocurrieron las muertes de los caballos. Esto fue antes de que se volviera políticamente inaceptable nombrar a un nuevo virus terrible a partir del lugar donde surgió.

El virus Nipah, en 1998, en Malasia, también surgió de los murciélagos, y también pasó por un huésped amplificador (cerdos), también mató personas y lleva el nombre de un lugar: el poblado de Sungai Nipah, donde vive un criador de cerdos de 51 años de cuyo fluido cerebroespinal se aisló el virus por primera vez.

El virus original del síndrome respiratorio agudo grave (SRAG) apareció poco después, en 2002. Este virus también surgió de un murciélago y se cree que se transmitió mediante civetas comunes de las palmeras, y comenzó a enfermar a la gente en Shenzhen, China. Se propagó rápidamente a otros países en 2003, con varios eventos de superpropagación y un índice de letalidad elevado, pero se controló gracias a estrictas medidas de seguridad, cobró la vida de “solo” 774 personas.

El brote del SRAG de 2002-03 fue un acontecimiento que motivó a los científicos de enfermedades, quienes reconocieron que podría haberse convertido en una pandemia desastrosa si tan solo algunos factores hubieran sido diferentes: una respuesta más lenta por parte de los funcionarios de salud, esfuerzos desorganizados de contención o tal vez un coronavirus similar, pero capaz de propagarse mediante casos asintomáticos (¿no les suena conocido? Debería). El descubrimiento de la relación entre el murciélago y el SRAG dos años después llevó a la investigación sobre los virus y los murciélagos, según el destacado virólogo Charles H. Calisher, “de lo causal, fragmentado y local a lo planeado, metódico y mundial”, con la atención centrada con mayor fuerza en los murciélagos como los reservorios de los cuales han salido muchos virus nefastos.

Esa es una larga lista de animadversión, enemistades, resentimientos y acusaciones. Entonces, ¿qué se puede decir de los murciélagos, estas temidas y detestadas criaturas?

Se puede decir bastante.

Para comprender la grandeza de los murciélagos, hay que comenzar por imaginarse lo siguiente: estás a bordo de un pequeño barco de carga, que cobra 25 dólares, avanzando con dificultad por el mar abierto hacia una pequeña isla al este de Komodo, en el centro de Indonesia. Hay pocas poblaciones alrededor, poca gente y, seguramente, ningún hotel en este rincón remoto del archipiélago. Está comenzando a oscurecer y te apresuras hacia un puerto seguro al sotavento de una de estas islas, donde tú y el capitán del bote y sus dos hijos, quienes conforman la tripulación, pueden pasar la noche. Justo antes del anochecer, una enorme parvada de murciélagos frugívoros aparece por el oeste, volando alto, tal vez sean un millar, cada uno casi del tamaño de un cuervo.

Lo más probable es que sean acerodones, ‘Acerodon mackloti’, una especie endémica de Indonesia, y los virus que puedan portar todavía no han ocasionado ningún daño conocido a los humanos. Baten sus alas a un ritmo pausado mientras se mueven en procesión, con determinación, como gansos que emigran, hacia los lugares donde se alimentan de noche en alguna isla hacia el este. El sol que se oculta enciende el cielo de color durazno por un instante. La luna en cuarto creciente aparece en el horizonte y los murciélagos, en su ir y venir, la atraviesan. Son majestuosos.

Los acerodones son solo una de las más de 1400 especies de murciélagos que han contado los científicos. Eso es más que cualquier orden de mamíferos, a excepción de los roedores, y constituye alrededor del 20 por ciento de todos los mamíferos. Piénsalo: uno de cada cinco mamíferos en la Tierra, en un recuento de especies, es un murciélago. Algo deben estar haciendo bien.

Con base en otro estándar, los murciélagos son más diversos que los roedores si consideramos la variedad de sus rasgos ecológicos, psicológicos y de comportamiento, así como el gran número de especies. Viven en todos los continentes, a excepción de la Antártida, desde el norte del Círculo Polar Ártico hasta la Tierra del Fuego, y en algunas de las islas más remotas del mundo. Sus dietas incluyen insectos, pequeños mamíferos, reptiles, anfibios, peces que cazan cuando sobrevuelan el agua, frutas, flores, néctar, polen, hojas, escorpiones y sangre.

Algunos de ellos emigran, viajan largas distancias en busca de alimentos estacionales o temperaturas más cálidas. Algunos hibernan, principalmente en cuevas, para evitar las penurias del invierno. Muchos murciélagos de zonas templadas también son capaces de entrar en un letargo diario, al reducir su temperatura corporal y consumo de oxígeno mientras están inactivos, para ahorrar energía. Cuando vuelven a la actividad y toman vuelo, su tasa metabólica puede aumentar con rapidez en un factor de 14. Todas estas características se relacionan con dos grandes aventuras que la evolución les abrió a los primeros murciélagos: colonizaron el aire y se integraron a la oscuridad. En la actualidad duermen durante el día y vuelan durante la noche.

Fueron los primeros, y siguen siendo los únicos mamíferos capaces de propulsarse para volar. Eso es importante: al abrirse a una tercera dimensión especial, un vasto reino nuevo de actividad poco explorada por los demás mamíferos, el vuelo quizá sea lo que les permitió una diversificación tan extraordinaria.

Otro factor es la duración de su linaje. El primer fósil de murciélago conocido data de hace unos 50 millones de años, y dado que se parece al murciélago moderno, los albores de los murciélagos deben haber ocurrido mucho antes de eso. La primera ardilla voladora tal vez no apareció sino hasta 30 o 40 millones de años más tarde, cuando los murciélagos eran los mamíferos que dominaban el aire.

Para funcionar de noche, y llevar a cabo las inmersiones y lanzamientos aéreos necesarios para atrapar insectos voladores, sin pasar hambre o golpearse continuamente contra las ramas de los árboles o las paredes de roca, adquirieron otra capacidad fundamental: la ecolocalización. Se volvieron capaces de emitir pulsos de sonidos de alta frecuencia, algunos de ellos a través de sus narices, como gritos silenciosos, y recibir de vuelta los ecos con oídos muy sensibles. Esto les permite a sus cerebros ensamblar imágenes dinámicas del tamaño, forma, distancia y movimiento de las polillas zigzagueantes y de los saltamontes en caída libre que son sus presas.

Algunos de los murciélagos que emiten chillidos por la nariz, como murciélagos pequeños de herradura y los filostómidos, desarrollaron estructuras nasales complejas que ayudan a centrar sus pulsos sónicos. Algunos otros, mediante incrementos evolutivos, desarrollaron orejas enormes. El murciélago orejudo de Tomes, nativo de los bosques de Centroamérica y Sudamérica, presenta una combinación de ambas cosas: orejas puntiagudas y extensas como la vela de balón de un yate, más una nariz como la proa de un barco vikingo. Esto conforma un rostro de peculiar distinción —yo diría, un rostro que solo podría amar una madre, aunque a algunos quiropterófilos también les gusta— mientras el pobre animalito solo está tratando de ubicar su cena.

Los superlativos de los murciélagos son tanto anchos como largos: además de mostrar una gran diversidad colectiva, los murciélagos también tienen una alta esperanza de vida. Si un murciélago bebé sobrepasa el primer año de vida, tiene buenas posibilidades de vivir hasta 7 u 8 años. Mucho más tiempo que un ratón. En promedio, de acuerdo con un estudio, un murciélago vive más de tres veces más que un mamífero no volador del mismo tamaño y algunos pueden llegar a los 30 años, incluso en su estado silvestre.

Esta longevidad no se debe solo al letargo y la hibernación, que les otorgan largos periodos de reposo. Hasta los murciélagos que no hibernan llegan a la vejez, tal vez en parte porque el vuelo les permite escapar de los depredadores y quizá también porque el escape de los depredadores, que les extiende la vida, le ha dado a la selección natural darwiniana el tiempo y las razones para eliminar las mutaciones negativas que podrían causar enfermedades congénitas en los murciélagos de mediana edad, un bucle de retroalimentación positiva. Pero estas son suposiciones que invitan a una mayor investigación.

Otro enigma que ahora está a la vanguardia de la investigación sobre murciélagos, con un posible valor médico para los humanos, es cómo sus sistemas inmunitarios toleran las infecciones virales con tanto aplomo. Los murciélagos son portadores de muchos virus, y, sin embargo, por lo general no presentan ningún síntoma.

Al menos en algunos casos, la concentración de virus en su sangre tiende a ser baja. No presentan las mismas respuestas inflamatorias que otros mamíferos, lo que es bueno para su longevidad, porque las respuestas inflamatorias excesivas pueden ser peligrosas, ya que a veces sobrecargan el cuerpo con una reacción peor que la causa. La secuenciación de los genomas de varias especies de murciélagos ha revelado que estas criaturas son portadores de cerca de la mitad de los genes relacionados con la inmunidad que tienen los humanos.

¿Por qué la evolución socavaría las reacciones inmunitarias de los murciélagos? Una hipótesis es que es una compensación por el vuelo: volar implica un estrés fisiológico tal que un sistema inmunitario alerta podría reaccionar contra moléculas inestables producidas por el propio esfuerzo del animal. Desde este punto de vista, es mejor para el murciélago ignorar la presencia de los virus que sufrir síntomas autoinmunes por volar. Entonces, ¿podrían los murciélagos ayudar a los investigadores médicos a entender las enfermedades autoinmunitarias en los humanos? La respuesta a esa pregunta es una incógnita.

Aunque los primeros murciélagos eran pequeños insectívoros, los enormes murciélagos de la fruta se fueron hace al menos 35 millones de años, cuando el azar y la oportunidad evolutiva los llevó a sustituir la ecolocación (casi en su totalidad) por una vista precisa, así como la agilidad insectívora por el vegetarianismo y la corpulencia. Los más grandes son los zorros voladores, criaturas majestuosas con amplias envergaduras, rostros parecidos al de un perro, muelas para machacar la pulpa de la fruta y, en algunas especies, lenguas largas para beber néctar a lengüetazos.

Algunos son adorables, con cuerpo marrón rojizo, alas ocre oscuro y, en ocasiones, un cuello dorado. Casi siempre se cuelgan en los árboles, como los altos árboles de la seda que rodeaban un almacén ruinoso en particular, en el sur de Bangladés, donde un veterinario especializado en fauna silvestre llamado Jonathan Epstein, junto con su equipo de campo y yo, encontramos en 2009 una colonia colgada de entre 4000 y 5000 zorros voladores de India. Epstein había ido con la intención de atrapar a algunos de estos animales y hacerles pruebas para ver si portaban el virus Nipah.

La primera tarde, los dos expertos manipuladores de redes que acompañaban a Epstein escalaron a lo más alto de un árbol, los murciélagos se movieron, se despertaron, se espantaron y volaron hacia el cielo, uno tras otro, con lo que parecía ser precaución calmada, para escapar del disturbio. Al poco rato, toda la parvada estaba en el aire, revoloteando en círculos hacia el noreste, luego hacia adentro y hacia afuera de nuevo, ayudándose de las corrientes térmicas sin mover sus alas demasiado, como restos flotando en el enorme remolino de un río. Yo miré hacia arriba boquiabierto y Epstein me recordó —no estoy seguro si fue en ese momento o después— que abrir la boca debajo de un hervidero de este tipo de murciélagos podría ser una excelente manera de tragar guano cargado de Nipah.

A altas horas de la madrugada, regresamos, trepamos por una escalera desvencijada de bambú hasta el techo del almacén y tomamos nuestras posiciones, con mascarillas, gafas y guantes de protección y linternas en la cabeza, cuando el primer murciélago —de vuelta tras su búsqueda nocturna de comida— cayó en la red. Epstein tomó con fuerza al animal del cuello, protegido de las garras y los dientes afilados con sus guantes de soldador, mientras un colega desenredaba a la criatura de la red. Después arrojó al murciélago a una bolsa de tela en la que, para el amanecer, había otros cinco. Luego, en un laboratorio improvisado en el campo, Epstein y su equipo tomaron muestras de sangre y raspados bucales de los murciélagos anestesiados, con cuidado de no lastimarlos.

Cuando el sol salió completamente, todos salimos. Para entonces, una pequeña multitud, de adultos y niños, se había reunido para ver la extraña situación. Epstein liberó a cada animal con delicadeza: alzaba un brazo en alto para que el murciélago extendiera sus alas y patas con libertad y después se dejara caer por voluntad propia para luego aletear justo antes de tocar el suelo y alejarse volando lentamente. Epstein se dirigió a la multitud, con la ayuda de un colega que interpretó sus palabras: “Son muy afortunados de tener a tantos murciélagos”. Polinizan las plantas, esparcen las semillas, generan los árboles frutales, explicó. En su discurso había un mensaje implícito, pero no mencionado: si los dejan en paz, si mantienen su distancia, quizá no les contagien la enfermedad del virus Nipah.

Epstein —uno de esos expertos interdisciplinarios con un título de medicina veterinaria, un doctorado en ecología y una maestría en salud pública— ahora es vicepresidente de EcoHealth Alliance, una organización de investigación y conservación dedicada a la salud humana y animal. En una conversación reciente me recordó, tal como lo hizo con aquellos campesinos en Bangladés, los beneficios que conllevan los murciélagos.

Tienen un papel sumamente importante en la perdurabilidad de los bosques latifoliados tropicales. Comen un inmenso tonelaje de insectos al año. En Tailandia, los murciélagos de labios arrugados proporcionan protección contra una plaga peligrosa del arroz. En Indonesia, otros murciélagos reducen la carga de insectos en el cacao cultivado a la sombra. Una sola colonia de murciélagos morenos en el Medio Oeste de Estados Unidos consume 600.000 escarabajos del pepino en un año, con lo que impide que 33 millones de larvas de escarabajos del pepino se alimenten del cultivo del siguiente año. Los murciélagos de cola libre comen polillas del gusano cogollero en Texas. Según un estimado, desde 2011, la depredación de los murciélagos hacia los insectos le ahorraba 23.000 millones de dólares al año a la agricultura estadounidense. El total global es incalculable. “Los murciélagos son demasiado importantes como para dejar que se pierdan”, afirmó Epstein.

Sin embargo, se están perdiendo en muchas partes del mundo, debido a la destrucción de su hábitat, al exterminio directo y, a un ritmo catastrófico en América del Norte en los últimos 14 años, debido a un nuevo problema: una enfermedad contagiosa. Se llama el síndrome de la nariz blanca y es causada por un hongo patógeno que aparentemente llegó de Europa. En este caso, los humanos son el portador y los murciélagos son las víctimas.

Winifred Frick es la científica jefa de Bat Conservation International y ha estudiado el síndrome de la nariz blanca casi desde sus inicios. La enfermedad se manifestó por primera vez en una cueva turística al oeste de Albany, Nueva York, en febrero de 2006, donde un espeleólogo fotografió a unos murciélagos en modo de hibernación con una pelusa polvosa blanca en sus hocicos, como escarcha en la barba de un esquiador. Un año después, biólogos del estado de Nueva York encontraron a miles de murciélagos muertos con un vello parecido en otra cueva cercana. Para 2008, Frick, entre otros, estaba trabajando para resolver este problema, que se convirtió en una crisis para los murciélagos que hibernan en América del Norte.

“Se propagó con mucha rapidez”, me dijo hace poco por Skype mientras andaba en su caminadora. Yo ya sabía que Frick era una científica capaz de hacer varias cosas a la vez, pues la conocí cuando asistimos a una cena grupal en un recinto elegante durante la clausura de una conferencia internacional sobre murciélagos en Berlín y ella trajo consigo a su hijo de 4 meses, Darwin. A estas alturas, el síndrome de la nariz blanca está en 33 estados estadounidenses y provincias canadienses, me dijo, y ha causado un declive del 90 por ciento en las poblaciones conocidas de tres especies de murciélagos, además de pérdidas en al menos otras cuatro. Millones de murciélagos han muerto.

Afirmó que una de las tres especies más afectadas, el murciélago de orejas largas, había “desaparecido por completo”, en cuestión de tres años, de algunas áreas donde solía hibernar. Las poblaciones de murciélagos que hibernan en América del Norte podrían extinguirse parcial o totalmente.

El hongo se desarrolla fácilmente en entornos fríos y húmedos como las cuevas, y se aferra a los murciélagos en sus periodos de letargo e hibernación, cuando sus sistemas inmunitarios no están alertas, no solo ante los virus sino también ante otras infecciones. “Casi podemos imaginarlos como pequeñas placas de Petri frías”, dijo Frick. El hongo crece con mucha fuerza, causa irritación y despierta a los murciélagos en pleno invierno, tras lo cual ellos vuelan, gastan sus preciadas reservas de grasa en buscar insectos que no están ahí y mueren.

El mismo hongo suele encontrarse en murciélagos de Europa, pero con efectos relativamente leves y sin evidencia de mortalidad masiva, tal vez esto se debe a que su presencia es conocida desde hace tiempo y esas poblaciones se han adaptado. ¿Cómo llegó a América del Norte? Nadie lo sabe con certeza, según Frick. “No tenemos evidencia irrefutable, pero la explicación más frugal es que vino adherido a las botas de alguien”, especuló. Una mancha invisible de esporas fúngicas, en el calzado de un turista casual o de un espeleólogo profesional que regresó recientemente de explorar el noreste de Francia o Alemania, podría haber sido suficiente. Los murciélagos no vuelan entre Europa y Estados Unidos, pero la gente sí.

Estoy seguro de que esta analogía es evidente para todos, la repugnante simetría que no le ofrece consuelo a nadie: la COVID-19 es una enfermedad catastrófica para los humanos, su origen probable está en los murciélagos y fue detonada por la acción humana; el síndrome de la nariz blanca es una enfermedad catastrófica para los murciélagos, su origen se desconoce y fue detonada de nuevo por la acción humana. Los humanos somos una especie numerosa, asombrosa y poderosa. Los murciélagos son muchas especies diversas, asombrosas y vulnerables.

Eso pone algo de responsabilidad en nuestras manos. Nuestras vidas y nuestra salud están entrelazadas a las de ellos. Si pudiéramos hablar con los murciélagos para ofrecer una tregua y llegar a un acuerdo, yo sugeriría empezar con cinco palabras: “Gracias. Sin rencores. Lo siento”.

 

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