Por
Después
de treinta horas de dar tumbos en aviones y autobuses, por fin estaba
parado en la oscuridad contemplando un inmenso cielo nocturno. Al
parecer mi largo viaje me había llevado a una orilla del espacio
interestelar en vez de a la meseta de gran altura que es el desierto de
Atacama en Chile.
Fue
la primera noche de un viaje que duró un mes en el cual visité los
observatorios astronómicos de Chile, Los Ángeles y Hawái. Ya sea por su
uso profesional o para el público general, los observatorios promueven
las exploraciones humanas del cosmos. Suscitan asombro y descubrimiento
pero, incluso antes de poner un pie dentro del primero, ya estaba viendo
el espacio exterior de una manera nueva y fascinante.
Aquella
primera noche en el desierto de Atacama, tal vez el mejor lugar del
mundo para ver el cielo de noche, la Vía Láctea le fue fiel a su nombre:
una aparente mancha de leche se extendía de horizonte a horizonte. Fue a
inicios de mayo, era otoño en el hemisferio sur, y nuestro grupo había
pasado casi cinco horas viendo el cielo nocturno. Nos habíamos conocido
en San Pedro de Atacama, un pequeño poblado a 2400 metros sobre el nivel
del mar ubicado cerca de la frontera de Chile con Bolivia. Durante las
veinticuatro horas que estuve ahí, conocí gente de Estados Unidos,
Brasil, Francia, Canadá, Italia, el Reino Unido, Australia y Nueva
Zelanda. Abundan las actividades: renta de bicicletas de montaña,
visitas a salares y fotografías a flamencos rosas.
Sin
embargo, yo estaba ahí para observar las estrellas. El desierto de
Atacama es el más seco del mundo. La combinación de aridez, altitud y
baja población da como resultado un lugar excepcional por la calidad de
sus condiciones de observación. San Pedro de Atacama brindaba varios
recorridos para ver el cielo de noche, pero esta zona no es solo para
aficionados. Chile —principalmente en el desierto de Atacama— tiene el
70 por ciento de los observatorios astronómicos profesionales del mundo,
si se toman en cuenta los nuevos que están en construcción, como el Telescopio Gigante de Magallanes (TGM).
Mientras estuve en San Pedro de Atacama, también quise visitar el Gran Conjunto Milimétrico/submilimétrico de Atacama, conocido como ALMA.
Creado por un consorcio internacional de países, el ALMA es “el
observatorio astronómico más complejo que se haya construido en la
Tierra”, según su socio estadounidense, el Observatorio Nacional de
Radioastronomía.
Como el Gran Colisionador de Hadrones
que está en la Organización Europea para la Investigación Nuclear
(CERN) en las afueras de Ginebra, el cual visité hace varios meses, la
ambición y la escala de estas instalaciones las han convertido en un
lugar popular para realizar visitas. Es difícil hacer una reservación,
aunque su aislamiento ayuda a los viajeros que llegan de último minuto.
Todos los sábados y domingos, un autobús con turistas sale de San Pedro
de Atacama para visitar el Centro de Apoyo a las Operaciones del ALMA,
el cual se encuentra a una media hora de distancia hacia el interior del
desierto desolado. Aunque las entradas gratuitas se agotan con meses de
anticipación, hay quienes de todos modos se presentan sin reservación
en la parada del autobús y a menudo son recompensados.
El
verdadero sistema de las 66 antenas móviles del ALMA estaba a una
altitud bastante lejana a nosotros —fuera del alcance de nuestra vista—
en una meseta a 4800 metros de altura (aunque se puede ver por medio de una cámara web).
Nadie vive ahí, y las personas que trabajan en ese ambiente deben
utilizar oxígeno complementario. Hicimos un recorrido por el campamento
base, el centro de control y por Otto, uno de los dos controles para
mover las antenas, fabricados en Alemania.
Para
darte una idea, imagina el campus de una empresa que fabrica
dispositivos, pero en Marte. La sala de controles, operada veinticuatro
horas al día, daba la sensación de ser improvisada, algo que no parecía
encajar con las instalaciones de 1400 millones de dólares. Eran solo una
decena de mesas y sillas, muchas computadoras y un humidificador
solitario, el mismo modelo que el del dormitorio de mis hijos. No creo
que pudiera producir un gran efecto.
Al
igual que el colisionador de partículas que visité, la investigación
del ALMA es tan compleja como sencilla es su motivación. En esencia, la
misión del ALMA es investigar por qué somos seres humanos y no polvo de
estrellas que flota en el vacío. Por ejemplo, sus investigadores
encontraron una forma simple de azúcar en el gas que rodeaba a una joven
estrella binaria, lo cual demuestra que algunas de las bases químicas
de la vida en la Tierra también existen en galaxias lejanas.
Por
supuesto que los descubrimientos como ese solo generan más preguntas.
Para responderlas, se deben construir telescopios más avanzados. Después
de visitar el ALMA, tomé un vuelo que cruzó el desierto de Atacama
hasta llegar a su extremo más austral para tener una idea de las audaces
metas futuras de la astronomía. En Chile hay dos megaobservatorios en
construcción: el Telescopio Extremadamente Grande, dirigido por europeos
y el Telescopio Gigante de Magallanes. Estos dos observatorios
pertenecen a una nueva generación
que será capaz de analizar planetas que podrían albergar vida y que se
encuentran a años luz de distancia. El TGM, como se le llama comúnmente,
promete captar imágenes diez veces más nítidas que las que toma el
Telescopio Espacial Hubble.
Sin
embargo, por el momento, no es nada más que un proyecto de construcción
en la cima de una montaña, así como lo son varios espejos enormes en
diversas etapas de producción en el laboratorio de espejos de la
Universidad de Arizona. Su “primera luz”, como llaman los astrónomos al
momento en el que un observatorio comienza sus operaciones, está
programada para 2024.
El
TGM lo está construyendo un consorcio de universidades de Estados
Unidos y de otros países en la cima de una montaña llamada Las Campanas.
En la actualidad, el sitio, propiedad del Instituto Carnegie, alberga
otros ocho telescopios, así como una vivienda para el personal que evoca
a un chalet suizo. Durante la noche que pasé ahí, conocí a científicos
que trabajaban en la instrumentación del TGM. Uno de ellos es Brian
McLeod, astrofísico del Centro de Astrofísica Harvard-Smithsonian.
McLeod dirige un equipo que desarrolla los instrumentos para mantener
bien alineados los catorce espejos primarios y secundarios del TGM.
McLeod comenzó a diseñar prototipos en 2009, por lo que cuando la
primera luz se refleje en el telescopio, en 2024, habrá invertido quince
años en este proyecto. Con cierto arrepentimiento, mencionó que la
gente cambia de trabajo con más frecuencia de la que él cambia de
proyecto.
McLeod
mencionó que el origen de su interés en la astronomía databa de cuando
cursó el bachillerato en la diminuta población de Gambier, Ohio, y su
maestro de química le mostró el cielo nocturno a través de un
telescopio. Conversé con él en la sala de control del telescopio Clay en
Las Campanas. McLeod y su equipo iban a pasar toda la noche probando
sus instrumentos. Sin embargo, las altas velocidades del viento parecían
arruinar sus planes. Cuando los vi en el desayuno al día siguiente,
habían pasado toda la noche en la sala de control y habían logrado usar
el telescopio apenas unas horas como máximo.
Cuando
comience sus operaciones, el TGM dará la bienvenida a visitantes, pero
todavía no se sabe bien cómo, debido a la lejanía del sitio. Además, la
observación durante la noche requiere de poca luz —un riesgo para los
conductores de vehículos— y durante el día es cuando duerme todo el
personal del observatorio. No obstante, si el ALMA sirve de ejemplo, las
visitas al TGM serán populares. Hay tanta gente que quiere visitar el
ALMA que el personal de relaciones externas permanece en el sitio
durante semanas enteras, para hacer trabajo por turnos.
Me
despedí de McLeod y su equipo y abordé un avión a Santiago. Mientras
veía por la ventana la inmensa alfombra café del Atacama, estudié mi
situación con una extraña claridad: yo era un conjunto de átomos pegados
rodeado de otros átomos que a base de martillazos habían tomado la
forma de un tubo de metal que funciona como un avión. Y este tubo me
impulsaba por el cielo quemando restos de plantas y animales que habían
muerto hace muchos años. Antes de visitar el ALMA y Las Campanas no
pensaba en ese tipo de cosas.
Observar las estrellas en el hemisferio norte
Semanas
más tarde, mi esposa y yo viajamos a Los Ángeles y Hawái con el fin de
absorber experiencias astronómicas destinadas al público general, el
punto de entrada para los astrónomos en ciernes. En Los Ángeles, visité
uno de los observatorios más prominentes del mundo: el Observatorio Griffith,
construido en 1935. Este observatorio —con sus frecuentes apariciones
en películas y programas de televisión, en especial por su papel
protagonista en La La Land— recibe una cantidad cada vez mayor de visitantes en su icónico edificio, desde donde se observa la silueta de la ciudad.
Como
sucede en muchas otras instalaciones científicas, el acceso al
Observatorio Griffith es gratuito. Fue un recordatorio de que, si
restamos el costo de llegar hasta aquí, en general el turismo científico
es gentil con nuestros bolsillos. Además, si viajar largas distancias
es un problema, en muchos campus universitarios de Estados Unidos hay
observatorios que ofrecen horarios al público.
Visitamos
el Observatorio Griffith en las últimas horas de la tarde, y estaba
atestado. Pasó más de una hora antes de que abrieran su telescopio
refractor Zeiss de 12 pulgadas para poder ver el cielo nocturno, pero ya
se estaba formando una fila de gente que quería ver de cerca los
planetas, la Luna y las estrellas más grandes. En su sitio web, el
Observatorio Griffith asegura lo siguiente: “Es el telescopio que más se
ha usado en el mundo”.
Me
pregunté si la multitud en el Observatorio Griffith se debía
principalmente a su fama hollywoodense. No obstante, otros sitios
astronómicos eran igual de concurridos. Esto lo experimentamos al día
siguiente, cuando volamos a la isla de Hawái para visitar Mauna Kea, una
de las principales sedes de la astronomía. La Estación de Información
para Visitantes de Mauna Kea, ubicada en el último tercio de la ladera
del volcán dormido, es el campamento base para los observatorios
profesionales que están en la cima. También es un centro de astronomía
para el público en Hawái.
Cuatro
noches a la semana, una mezcla de empleados y voluntarios sacan
telescopios para que todo el mundo pueda ver. La gente en auto conduce a
la cima con horas de anticipación para llegar, porque el
estacionamiento casi siempre está lleno mucho antes de la hora en que se
puede comenzar a observar, a las 19:00. Cientos de nosotros nos
formamos pacientemente en largas filas, con tazas de chocolate caliente,
a la espera de ver a Júpiter y Polaris. Mientras tanto, muchas personas
subieron a pie una colina cercana para ver los últimos rayos de la
puesta de sol. Empezó a hacer frío. La gente se puso suéteres y toallas
de hotel para repeler las bajas temperaturas. En invierno, la nieve
suele cubrir la cima mientras los vacacionistas disfrutan del clima
tropical al nivel del mar.
La
cima del Mauna Kea, a 4200 metros de altura, tiene trece telescopios
propiedad de una variedad de países y universidades. Los que viajan en
vehículos con tracción en las cuatro ruedas pueden ir a la cima y echar
un vistazo. Eso lo hicimos más tarde en nuestro viaje. Era mediodía,
pero se sentía como la noche. Condujimos a través de nubes, con lluvia
que resbalaba por el parabrisas, y la temperatura bajó de 26 a 4 grados
Celsius.
Aunque
pude sentir la falta de oxígeno en la estación para visitantes, el
cambio real llegó en la cima, donde hay un 40 por ciento menos de
oxígeno que al nivel del mar. Costaba trabajo caminar y el mundo se
volvió de una dureza aguda, como si a las rocas, los peñascos y el mismo
aire les hubieran crecido bordes afilados. Caminamos hasta la gran
altitud del lago Waiau, con su agua azul brillante en contraste intenso
con el sol ardiente.
Los
observatorios estaban cerca, todos cerrados a los visitantes. Solo el
Observatorio Keck tiene una galería pequeña, pero había cerrado de forma
indefinida varias semanas antes de que llegáramos. Un empleado de la
Estación de Información nos dijo que la razón había sido el vandalismo.
Me habría gustado entrar a uno de los observatorios, pero después de
semanas de estar inmerso en la astronomía, me bastaba con estar en la
cima y ver cómo los domos de los observatorios se proyectaban hacia el
cielo con su azul penetrante.
Unos
días después comenzó junio. En una noche cálida, a inicios del verano,
el aire se sentía letárgico, reacio a formar una brisa. Los faroles de
las calles tenían un brillo naranja cuando salí a mi porche y eché un
vistazo afuera. Vi la usual niebla citadina que oscurece casi todo el
cielo nocturno. Sin embargo, seguía presente la fuerza de un mes viendo
las estrellas y volteé hacia arriba. Con el tiempo, percibí el rastro
borroso, pero inconfundible del Carro. No recuerdo haberlo visto en los
cielos de Chicago, pero claro que ha estado ahí todo el tiempo.
Seguí
observando, a la espera de que mis ojos se acostumbraran a la
oscuridad. Pensé en los trabajadores de los observatorios astronómicos
que se preparaban para una noche de exploración. Aparecieron más
estrellas. Ahí estaba Júpiter, como un lunar al lado de la Luna. Ahí
estaba Polaris, parpadeando justo como en la canción de cuna. De pie, en
medio de una ciudad de nuestro diminuto planeta, consciente de mi
propia y frágil existencia, saludé al cosmos en silencio.
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