Anthony S. Fauci,
el principal científico del gobierno estadounidense en la
investigación
del VIH, durante una presentación sobre la biología del sida
al
presidente Bill Clinton y al vicepresidente Al Gore en la Casa Blanca en
1996.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Gina Kolata escribe sobre ciencia y
medicina. Ha sido dos veces finalista del premio Pulitzer y es autora de
seis libros, incluyendo Mercies in Disguise: A Story of Hope, a
Family’s Genetic Destiny, and The Science That Saved Them.@ginakolata Benjamin
Mueller es corresponsal de The New York Times en Reino Unido. Antes fue
reportero policial en la sección Metro desde 2014. @benjmueller
A miles de kilómetros del laboratorio de Barney Graham en Bethesda,
Maryland, un nuevo y aterrador coronavirus había saltado de los camellos
a los humanos en Oriente Medio, y mataba a una de cada tres personas
contagiadas. Graham, un médico experto en los virus más difíciles de
combatir en el mundo, llevaba meses trabajando para desarrollar una
vacuna, pero no lograba avanzar.
Ahora estaba aterrado porque el virus, el
síndrome respiratorio de Oriente Medio, o MERS por su sigla en inglés,
había infectado en el otoño de 2013 a uno de los científicos de su
laboratorio, que enfermó con fiebre y tos tras una peregrinación a la
ciudad santa de La Meca, en Arabia Saudita.
Un
hisopado nasal dio positivo para un coronavirus, lo que parecía
confirmar los peores temores de Graham, solo para que una segunda prueba
lo aliviara: se trataba de un coronavirus leve, causante de un
resfriado común, no del MERS.
Graham tuvo un destello de intuición: tal vez valía la pena examinar más de cerca a ese aburrido virus que causaba resfriado.
Fue
un impulso surgido más de la conveniencia y la curiosidad que de la
previsión y no esperaba ganancias ni gloria. Pero la decisión de
estudiar el resfriado terrible de un colega culminaría en
descubrimientos cruciales. Junto con otros avances azarosos que en su
momento parecieron insignificantes, al final este proceso llevaría a la
creación de las vacunas de ARN mensajero (o ARNm) que ahora protegen de
la COVID-19 a millones de personas.
Las
vacunas se desarrollaron a una velocidad récord y llegaron cuando se
cumplió un año del surgimiento de la misteriosa neumonía en China,
mientras tantas otras cosas — las disputas políticas, la desconfianza
del público, la planeación del gobierno— salieron mal.
Siguen
siendo una maravilla: incluso ahora que la variante ómicron impulsa una
nueva ola de la pandemia, las vacunas han demostrado ser notablemente
resistentes a la hora de defendernos contra la enfermedad grave y la
muerte. Además, los fabricantes, Pfizer, BioNTech y Moderna, afirman que
la tecnología del ARNm les permitirá adaptar las vacunas con rapidez
para defenderse de cualquier nueva versión peligrosa del virus que la
evolución produzca.
Los escépticos han
aprovechado el veloz desarrollo de las vacunas —una de las hazañas más
impresionantes de la ciencia médica— para socavar la confianza que tiene
la sociedad en ellas. Sin embargo, los avances de las vacunas se fueron
desarrollando durante décadas, poco a poco, cuando los científicos de
todo el mundo investigaban en áreas distintas, sin imaginar que su
trabajo se uniría un día para controlar la pandemia del siglo.
Las empresas
farmacéuticas aprovecharon estos hallazgos y diseñaron un producto que
pudiera fabricarse a escala, en parte con la ayuda de la Operación
Máxima Velocidad, el programa multimillonario implementado por el
gobierno de Trump para apresurar el desarrollo y la manufactura de
vacunas, medicamentos y pruebas diagnósticas para combatir el nuevo
virus.
Sin embargo, durante años, los
científicos que hicieron posibles las vacunas tuvieron que combatir la
indiferencia del público y luchaban para conseguir fondos. A menudo, sus
experimentos fallaban. Cuando la labor era demasiado aplastante,
algunos la abandonaron. Y, a pesar de su curso impredecible y
zigzagueante, la ciencia fue construyéndose, exprimiendo conocimiento de
cada fracaso.
Las vacunas solo fueron
posibles gracias a los esfuerzos en tres áreas. El primero comenzó hace
más de 60 años con el descubrimiento del ARNm, la molécula genética que
ayuda a las células a fabricar proteínas. Décadas más tarde, dos
científicos de Pensilvania decidieron utilizar la molécula para ordenar a
las células que fabricaran pequeños trozos de virus para reforzar el
sistema inmunitario.
El segundo
esfuerzo sucedió en el sector privado, pues las empresas de
biotecnología de Canadá buscaban una forma de proteger las frágiles
moléculas genéticas para que pudieran llegar a las células humanas de
manera segura. Estas empresas trabajaban en el naciente campo de la
terapia génica, que modifica o repara los genes para tratar
enfermedades.
La tercera línea de
investigación crucial comenzó en la década de 1990, cuando el gobierno
de Estados Unidos se embarcó en una búsqueda multimillonaria para
encontrar una vacuna con el fin de prevenir el sida. Ese esfuerzo
financió a un grupo de científicos que intentaron atacar las
importantísimas “espículas” o “espigas” de los virus del VIH que les
permiten invadir las células. Ese proyecto no ha dado como resultado una
vacuna exitosa contra el VIH. No obstante, algunos de esos
investigadores, incluyendo a Graham, terminaron por hacer
descubrimientos que permitieron que se mapearan las espículas de los
coronavirus.
A principios de 2020,
estas diferentes líneas de investigación se unieron. La espícula del
virus de la covid se codificó en moléculas de ARNm. Esas moléculas se
envolvieron en una capa de grasa protectora y se vertieron en pequeñas
ampolletas de vidrio. Al aplicarse las inyecciones en los brazos menos
de un año después, las células de las personas receptoras respondieron
produciendo proteínas que se parecían a las espículas, y que entrenaron
al cuerpo para atacar el coronavirus.
Esta
historia extraordinaria comprobó la promesa de la investigación
científica básica: que muy de vez en cuando, los viejos descubrimientos
pueden rescatarse del olvido para hacer historia.
“Todo estaba en
su lugar: lo vi con mis propios ojos”, dijo Elizabeth Halloran,
bioestadística de enfermedades infecciosas en el Centro de Investigación
Oncológica Fred Hutchinson en Seattle que lleva más de 30 años haciendo
investigación en vacunas, pero no participó en el proyecto para
desarrollar las vacunas de ARNm. “Fue algo milagroso”.
Un virus astuto
En diciembre de
1996, el presidente Bill Clinton invitó a Anthony Fauci al Despacho Oval
para informarle sobre la grave pandemia de esa época, el SIDA, que para
ese entonces había matado a más de 350.000 personas en Estados Unidos y
seis millones más en todo el mundo.
Fauci,
el científico de más alto nivel gubernamental que estudiaba el virus,
se sentía extrañamente esperanzado. Por primera vez desde que surgió el
virus, las muertes anuales por sida en Estados Unidos habían descendido,
gracias a varios nuevos medicamentos que fueron probados y aprobados
luego de años de una fuerte presión pública por parte de los pacientes
activistas.
Pero a su arsenal le faltaba la herramienta más valiosa: una vacuna. Y el presidente se impacientaba.
Cuando
los hombres caminaban hacia el Jardín de las Rosas, recordó Fauci, el
presidente dijo: “Conocen el sida como enfermedad ya desde 1981. ¿Cómo
es que ustedes todavía no tienen una vacuna?”.
Desconcertado,
Fauci, le dijo al mandatario que todos los esfuerzos de investigación
hasta la fecha habían estado descoordinados. Luego hizo una propuesta
audaz: un centro de investigación en el que los científicos de distintas
disciplinas pudieran comunicarse y colaborar con el fin de lograr una
vacuna real en vez de solo probar que su disciplina tenía las
respuestas.
Clinton se dirigió a su jefe de personal, Leon Panetta, y le preguntó: “¿Crees que podemos hacer eso?”.
“Usted es el presidente de Estados Unidos”, recuerda Panetta que le respondió. “Usted puede hacer lo que se le dé la gana”.
Fauci
asumió que lo decían por halagarlo. La investigación en vacunas no era
una ciencia muy emocionante y hacía mucho que estaba en segunda fila
respecto a los esfuerzos por curar el cáncer y las enfermedades
cardiacas. Pero cinco meses más tarde, Fauci recibió una llamada de uno
de los encargados de escribir los discursos del presidente. Clinton iba a
dar un discurso de graduación en la Universidad Morgan State en Baltimore
y quería anunciar el centro de investigación en vacunas. ¿Podría Fauci
darles una descripción? “Me quedé completamente helado”, dijo Fauci.
Graham fue uno de
los primeros científicos en ser reclutados para este nuevo proyecto.
Era un virólogo barbudo y de gestos tranquilos que con 1,95 metros de
estatura se erguía por encima de sus colegas de la Universidad de
Vanderbilt en Nashville. Había empezado su carrera como médico clínico
pero en 1982, cuando recién era jefe de residentes en el hospital, tuvo
una experiencia desgarradora.
Un
hombre sin hogar llegó a urgencias delirante, con lesiones cutáneas e
infecciones en pulmones, hígado y bazo. Al ver su expediente, Graham se
sorprendió por el colapso del sistema inmunitario del hombre y sospechó
que había un nuevo virus que se propagaba entre los consumidores de
droga y los hombres homosexuales. Tuvo razón: el hombre tenía sida.
Pronto
el hospital estaba lleno de pacientes con la misma variedad de
síntomas, a menudo eran jóvenes esqueléticos y desesperadamente enfermos
que dejaban al personal con una sensación de desesperación.
“Daba miedo,
horrible”, dijo Graham. Sin importar cuán misterioso era el virus, juró
que encontraría un modo de prevenir su propagación. “Quiero ser
virólogo”, le dijo al jefe del departamento de enfermedades infecciosas.
“¿Qué hago?”.
El Centro de
Investigación de Vacunas abrió sus puertas en el año 2000 en el campus
de los Institutos Nacionales de Salud, en Bethesda, con un presupuesto
anual de 43,9 millones de dólares (al cambio actual) y con 56 personas
en plantilla. Entre ellos estaba Graham. Ahora esa institución tiene 444
empleados y un presupuesto de alrededor de 180 millones de dólares.
Para
complementar la investigación, el Instituto Nacional de Salud gastó más
de 1500 millones de dólares en el mismo periodo en una red nacional de
sitios de ensayos clínicos para vacunas experimentales de VIH. Se han
probado alrededor de 85 vacunas para el VIH. Pero ninguna ha dado
resultados.
Los fracasos del VIH
Las vacunas
protegen a las personas brindándole al sistema inmunitario una vista
previa de un microbio invasor para que pueda preparar una fuerte defensa
contra el microbio real.
Sin embargo,
era imposible vacunar contra el VIH por una larga lista de motivos.
Otros virus pueden usar uno u otro mecanismo de protección para evadir
al sistema inmunitario. Pero el VIH parecía usarlos todos. “Si
lográramos hacer una vacuna para el VIH, todos los problemas con otros
virus se resolverían”, explicó Graham.
Algunos
de los investigadores del centro decidieron probar un nuevo enfoque más
teórico, a pesar de que era una posibilidad remota. Trazarían un mapa
de la estructura atómica detallada de la espícula del VIH, una proteína
que sobresale y que permite al virus invadir las células humanas. A
continuación, tratarían de identificar la parte de la espícula que era
más vulnerable a los anticuerpos, los componentes del sistema
inmunitario que reconocen los virus y pueden bloquear la entrada de las
espículas en otras células. En última instancia, el objetivo era
fabricar una vacuna que le mostrara al organismo una versión inofensiva
de esa misma sección de la espícula.
Sabían
que sería difícil. Las espículas del VIH cambian constantemente de
forma, adoptando una forma antes de invadir una célula y otra diferente
cuando el virus se cuela en ella. Para tener más probabilidades de
mantener a raya el virus, una vacuna idealmente solo usaría la forma que
despertaba anticuerpos potentes contra una primera forma de la
espícula. Pero, durante años, los científicos tuvieron dificultades para
determinar qué forma elegir. Mapear la espícula era como intentar
agarrar gelatina.
En 2008, un joven de
27 años llamado Jason McLellan que no era de Detroit solicitó unirse a
un grupo del Centro de Investigación de Vacunas que trabajaba en ese
problema. Cuando era niño su papá administraba un supermercado y su mamá
era ama de casa. Fue a la Universidad Estatal Wayne con una beca
completa y se convirtió en el primero de su familia en tener un título
universitario.
Fue a la escuela de
posgrado para estudiar cristalografía de rayos X, el arte difícil y
minucioso de generar pequeños cristales de proteínas y luego hacerlos
explotar con rayos X para descubrir su estructura tridimensional.
Pero,
para cuando fue contratado por el centro, McLellan ya se había cansado
de perseguir la forma de una molécula tras otra sin saber jamás para qué
servía. Quería trabajar con moléculas que importaran para la salud
humana, como las del VIH.
Sin embargo, a
los seis meses de estar en el centro, McLellan quedó desconcertado por
el VIH y quiso aplicar sus lecciones a otro patógeno.
Así que acudió a Peter Kwong, su jefe, con una propuesta poco convencional: trabajemos en un virus más manejable.
Era momento, dijo McLellan, de apuntar a “algo importante pero más manejable”.
Kwong
no estaba muy dispuesto a quitarle los ojos de encima al VIH. El virus
mataba a más de un millón de personas al año y Kwong creía que tenía la
responsabilidad de mantenerse enfocado.
Sin
embargo, Kwong sometió a votación la propuesta de su protegido de ir en
pos de otro objetivo, como hacía con otros temas, como las
contrataciones y las compras de equipamiento. El resultado fue casi
unánime, recordó Kwong: “Intentemos otras cosas”.
McLellan
no tuvo que buscar mucho. Había estado trabajando en una zona distinta
adonde se encontraba el laboratorio de Kwong, y se sentaba cerca de
Graham, que durante años no solo había estudiado el VIH sino también el
virus respiratorio sincitial, o VRS, una enfermedad que puede matar a los niños pequeños.
Se pusieron a hablar y McLellan empezó a estudiar la estructura de una
proteína que ayuda al virus a fusionarse con las células.
A
lo largo de los años siguientes, su éxito en la estabilización de esa
proteína abrió la puerta a varias vacunas contra el VRS que ahora se
están probando clínicamente.
Y aunque
nunca lo anticiparon, su colaboración fortuita resultaría fundamental
para comprender el nuevo y aterrador virus que surgiría más de una
década después.
Un sueño imposible
En la década de 1950, la molécula que se encuentra en el núcleo de las
vacunas de ARNm estaba envuelta en misterio. Los biólogos de mediados de
siglo XX sabían que los planos para hacer proteínas (ADN) residían en
el medio de las células, y que otras estructuras dentro de las células,
llamadas ribosomas, eran las que en realidad producían las proteínas.
Pero no sabían cómo los planos genéticos llegaban hasta las fábricas
celulares.
El 15 de abril de 1960, en una frenética y eufórica reunión en la Universidad de Cambridge,
un puñado de estrellas del naciente campo de la biología molecular
—incluidos Francis Crick y Sydney Brenner, futuros ganadores del Premio
Nobel— tuvieron una epifanía. El mensajero era una escurridiza molécula
conocida como X (se pronuncia “ics” porque el nombre lo propusieron unos
científicos franceses).
Los
científicos descubrieron que X transportaba copias de segmentos del
código de ADN a los ribosomas, máquinas celulares que podían leer el
código y bombear sus proteínas correspondientes. Los científicos
llamaron a la molécula ARN mensajero o ARNm.
Pero,
no obstante su emoción inicial, los pesos pesados de la disciplina no
lograron hacer mucho con el ARNm. La molécula era casi imposible de
aislar de las células porque se desintegraba a medida que se extraía.
“Los
biólogos moleculares estaban mucho más entusiasmados con el ADN y las
proteínas”, dijo Doug Melton, biólogo de Harvard que en 1984 descubrió
cómo hacer ARNm en un laboratorio. “El ARNm simplemente era muy molesto
porque se desintegraba con gran facilidad”.
Durante
décadas, pocos científicos prestaron atención a esas moléculas tan
delicadas. Y tal vez jamás habrían llegado a las vacunas de covid de no
ser por un encuentro casual entre dos académicos en una fotocopiadora en
la Universidad de Pensilvania.
Drew Weissman, un médico y experto en virus tan taciturno que su familia
decía en broma que tenía un límite de palabras al día, estaba
desesperado por encontrar nuevas estrategias para una vacuna contra el
VIH. Al principio de su carrera había pasado años en el laboratorio de
Fauci en el INS probando un tratamiento para el sida que resultó ser
tóxico.
Un día de 1998,
estaba en la fotocopiadora del departamento de medicina de la
Universidad de Pensilvania cuando se le acercó una mujer. Katalin
Karikó, una científica húngara de 44 años, era tan exuberante como
Weissman taciturno. Había llegado a Estados Unidos veinte años atrás,
cuando su programa de investigación de la Universidad de Szeged se quedó
sin fondos. Pero en los laboratorios de investigación estadounidense
estaba marginada, sin cargo permanente ni fondos ni publicaciones.
Buscaba establecerse en Penn y sabía que solo la dejarían quedarse si
otro científico la acogía.
La obsesión
de Karikó era el ARNm. Desafiando la ortodoxia de hacía décadas que
aseguraba que era clínicamente inutilizable, ella creía que podría
impulsar muchas innovaciones médicas. En teoría, los científicos podrían
coaccionar a una célula para que produjera cualquier tipo de proteína,
ya fuera la espícula de un virus o un medicamento como la insulina,
siempre que conocieran su código genético.
“Le
dije: ‘Soy científica de ARN. Puedo hacer lo que sea con ARN’”,
recuerda Karikó sobre su conversación con Weissman. Él le preguntó si
podría hacer una vacuna para el VIH.
“Ay sí, sí, puedo hacerla”, respondió Karikó.
Hasta
ese momento, las vacunas comerciales llevaban virus modificados o
trozos de ellos al cuerpo para entrenar al sistema inmunitario a atacar a
los microbios invasores. En cambio, una vacuna de ARNm llevaría
instrucciones —codificadas en ARNm— que permitirían a las células del
cuerpo producir sus propias proteínas virales. Este enfoque, pensó
Weissman, imitaría mejor una infección real y provocaría una respuesta
inmunitaria más sólida que las vacunas tradicionales.
Era
una idea marginal que pocos científicos creían que fuera a funcionar.
Una molécula tan frágil como el ARNm parecía una candidata poco probable
para una vacuna. Tampoco los encargados de asignar fondos de
investigación quedaron muy impresionados. El laboratorio de Weissman
tendría que funcionar con un fondo semilla que la universidad brinda a
los nuevos profesores para poder iniciar sus actividades.
Por
aquel entonces, era fácil sintetizar ARNm en el laboratorio para
codificar cualquier proteína. Weissman y Karikó insertaron moléculas de
ARNm en células humanas que crecían en placas de Petri y, como era de
esperar, el ARNm ordenó a las células que fabricaran ciertas proteínas
específicas. Pero cuando inyectaron el ARNm en ratones, los animales se
enfermaron.
“El pelaje se les arrugó, se jorobaron, dejaron de comer, dejaron de correr”, dijo Weissman. “Nadie sabía por qué”.
Estudiaron el
funcionamiento del ARNm durante siete años. Innumerables experimentos
fallaron. Iban de un callejón a otro. El problema era que el sistema
inmunitario ve al ARNm como una pieza de un patógeno invasor y lo ataca,
lo que hace que los animales enfermen mientras destruyen el ARNm.
Al
final, resolvieron el misterio. Los investigadores descubrieron que las
células protegen su propio ARNm con una modificación química
específica. Así que los científicos intentaron realizar el mismo cambio
en el ARNm fabricado en el laboratorio antes de inyectarlo en las
células. Y funcionó: el ARNm fue captado por las células sin provocar
una respuesta inmunitaria.
Su
artículo, publicado en 2005, fue rechazado abruptamente por las revistas
científicas Nature y Science, dijo Weissman. Al final, el estudio fue aceptado por una publicación de nicho llamada Immunity.
Así como no se le había prestado atención al ARNm, a nadie le importaba
que lograran que las células aceptaran el ARNm. En el mejor de los
casos, parecía ser algo de interés académico.
Recubrimientos grasos
A pesar de los
detractores, Karikó y Weissman creían que su descubrimiento cambiaría al
mundo. Ahora sabían cómo proteger el ARNm una vez que estaba dentro de
una célula. Pero para que funcionara como vacuna o medicamento, las
frágiles moléculas tendrían que estar protegidas en el torrente
sanguíneo para evitar su degradación en el camino hacia las células.
Para
ese momento, un equipo de bioquímicos de Vancouver, en Columbia
Británica, llevaba años revolucionando la forma de transportar material
genético a las células. Era una colaboración tan improbable como
cualquiera de las que ayudaron a desarrollar las vacunas de ARNm.
El
líder del equipo era un hombre larguirucho llamado Pieter Cullis, que
había querido ser físico experimental, no bioquímico. Pero se convenció
de que los mayores descubrimientos en el campo de la física ya se habían
realizado décadas atrás y fue en pos de un prado científico más
despoblado.
Lo encontró en el
campo de las membranas biológicas: se llama lípidos a la capa exterior
de las grasas que recubre los billones de células que hay en el cuerpo,
separando el exterior acuoso del interior. Cullis se preguntaba si
podría diseñar sus propias membranas lipídicas para recubrir fármacos o
material genético y transportarlo a las células.
En
la década de los noventa, los medicamentos basados en ARNm a duras
penas estaban en el radar, pero la terapia génica estaba de moda como
una técnica para tratar o curar enfermedades a través de la modificación
de ciertos genes. Para que esos medicamentos pudieran transportar un
nuevo gen hasta un paciente, requerían una suerte de empaque FedEx. Así
que Inex, una empresa de la que Cullis era uno de los fundadores, se
propuso encontrarlo.
El proyecto era
abrumadoramente difícil. Trabajaba con glóbulos de grasa de un centésimo
del tamaño de una célula. Las células humanas tenían un sistema
complejo de defensas para evitar la entrada de nada que no fuera
alimentos. Y algunas versiones de sus lípidos eran extremadamente
tóxicas y tenían cargas eléctricas que podían destrozar las membranas
celulares.
El gran avance se produjo
cuando él y su equipo descubrieron cómo manipular la carga positiva de
las capas de grasa, dijo Thomas Madden, que trabajó con Cullis en Inex.
Las burbujas grasosas se cargarían cuando los científicos pusieran el
ADN en su interior, pero la carga y la toxicidad desaparecerían una vez
que se inyectaban en el torrente sanguíneo.
Sin
embargo, seguía habiendo problemas técnicos, y los químicos de
Vancouver decidieron que se podía ganar más dinero con otro tipo de
fármacos. Cullis centró su atención en otra cosa y concedió la licencia
de la tecnología de lípidos para algunas aplicaciones a una nueva
empresa, Protiva, cuyo director científico era un bioquímico llamado Ian
MacLachlan.
En 2004, el equipo de MacLachlan dio otro paso crucial:
encapsuló el material genético dentro de las capas de grasa de modo que
las empresas farmacéuticas pudieran aumentar la producción y cambió las
proporciones de los lípidos para evitar que se escapara más del valioso
cargamento. El equipo también trabajó para asegurarse de que las
células no rompieran el material genético en cuanto llegara.
Al
considerar que dichos avances eran cruciales para la medicina basada en
ARNm, en dos ocasiones Karikó intentó convencer a MacLachlan de
colaborar.
Pero había
disputas comerciales que se interponían entre ellos. La primera vez lo
arrinconó en un congreso y le rogó que le diera sus lípidos. Él dijo que
no porque la universidad de ella insistía en quedarse con los derechos
de la propiedad intelectual de Protiva, dijo MacLachlan. La segunda
ocasión, más o menos cuando Karikó empezó a trabajar para BioNTech,
MacLachlan voló a sus oficinas en Mainz, Alemania, para llegar a un
acuerdo. Karikó también visitó Vancouver. Pero MacLachlan dijo que la
oferta de la empresa no había sido seria. “Nuestros accionistas nos
habrían crucificado”, dijo.
Protiva
también estaba enzarzada en una disputa de propiedad intelectual con una
nueva empresa cofundada por Cullis. Desesperanzado, MacLachlan renunció
a la empresa y se compró un hogar rodante para viajar con su familia.
Al
final, los equipos de Cullis fueron los que trabajaron con los
fabricantes de vacunas para envolver una inyección de ARNm en lípidos,
un desvío importante de los objetivos originales de los científicos. “No
íbamos para nada en esa dirección”, dijo Cullis.
Espículas tambaleantes
El trabajo sobre
el ARNm y los recubrimientos lipídicos fueron dos piezas del
rompecabezas que se juntaron en 2020 en las vacunas contra la covid.
Pero el tercer componente fue descubrir el código de ARNm preciso que
dirigiría a las células para producir la versión más efectiva de la
proteína de la espícula del coronavirus.
Y
esa información crucial surgió de la larga colaboración entre McLellan y
Graham, que habían estado trabajando juntos desde la época en que
tenían asientos cercanos en el Centro de Investigación en Vacunas.
En
2013, mientras McLellan se preparaba para abrir su propio laboratorio
en Dartmouth, él y Graham discutieron en qué debería enfocarse el nuevo
laboratorio. Su mentor tuvo una respuesta sorprendente: los coronavirus.
Era un tipo de virus que no causa nada más grave que un resfriado y
atraía poco interés de los organismos financiadores. Dedicarles un
laboratorio sería una apuesta.
Pero, poco tiempo
después, el MERS comenzó a extenderse en el Oriente Medio. Solo once
años atrás, había surgido en el sur de China otro coronavirus mortal, el
síndrome respiratorio agudo severo (o SARS). Y para un joven
investigador que intentaba dejar huella, la falta de atención hacia los
coronavirus significaba que habría menos competencia directa para
conseguir fondos y realizar hallazgos distintivos.
“Cuando
estábamos hablando de eso, parecía que tal vez tendríamos unos diez
años para que hubiera nuevos sucesos con repercusiones”, dijo McLellan.
Pero
el MERS, como todos los coronavirus, tenía una característica curiosa
que recordaba a las proteínas que cambian de forma en el VIH: espículas
retorcidas en su superficie que se adhieren a las células humanas. Estas
espículas habían frustrado todos los esfuerzos por fabricar una vacuna.
La espícula del MERS era especialmente temible, tanto que los
científicos se esforzaron por reproducirla y aislarla en el laboratorio.
Era grande, estaba cubierta por una espesa mata de azúcares y era muy
inestable.
“Básicamente era una pesadilla”, dijo McLellan.
Para complicar las cosas, Graham no había logrado conseguir muestras de ningún contagiado con MERS en el Medio Oriente.
Luego
de años en los que los científicos occidentales llegaban a los países
de menores ingresos como paracaidistas para realizar estudios que
excluían a los investigadores locales, sobre todo durante la crisis del
sida, los gobiernos se volvieron “muy protectores con sus muestras”,
dijo Graham.
Cuando Hadi Yassine, un
joven libanés-estadounidense que investigaba la gripe en el laboratorio
de Graham, se recuperó de una enfermedad tras un viaje a La Meca, Graham
pensó que podría haberse infectado con el MERS. Pero resultó ser un
virus del resfriado conocido como HKU1.
Fue
entonces cuando Graham tuvo una visión: los coronavirus más aburridos
del mundo pueden contener lecciones clave sobre los más peligrosos.
Al igual que
otros coronavirus, el HKU1 tenía la temida espícula, y, con algunas
modificaciones, se mantenía más estable que el del virus MERS. En pocos
años, el equipo —que ahora incluía a Andrew Ward, del Instituto de
Investigación Scripps y experto en la congelación de proteínas para
inmovilizarlas bajo el microscopio electrónico— había publicado intrincadas imágenes de la espícula del HKU1.
Era la primera vez que los científicos visualizaban una proteína de
espícula del coronavirus humano en la forma inicial que adopta antes de
adherirse a las células.
“Puedes
considerar que fue suerte”, dijo Yassine hace poco sobre el resfriado de
hace tanto tiempo, “o puedes considerarlo como una bendición”.
Entonces
el equipo se propuso utilizar lo que había aprendido sobre la espícula
del virus del resfriado común para fijar las proteínas de su verdadero
adversario, el MERS. La fabricación de una vacuna dependía de eso.
El problema era
que las espículas que fabricaban en el laboratorio —añadiendo
instrucciones genéticas a células de mamífero en un matraz— rara vez
eran estables y cambiaban de forma, lo que las hacía mucho menos
eficaces para su uso en una vacuna.
Los
científicos necesitaban fijar la espícula en su sitio. Junto a
McLellan, en su laboratorio de Dartmouth, trabajaba Nianshuang Wang, un
becario posdoctoral de China que creía que tanto el SARS como el MERS
presagiaban peores brotes de coronavirus por venir.
El
trabajo de Wang, como el de tantos científicos jóvenes en los
laboratorios de investigación estadounidenses, era pasar horas
solitarias sentado en el laboratorio para ejecutar las ideas improbables
de su jefe. A menudo, los mayores descubrimientos dependían de esos
investigadores, muchos de ellos estudiantes ambiciosos que no eran de
Estados Unidos y que trabajan para hacer despegar sus propias carreras,
aunque eso signifique ser un miembro del reparto en la carrera de
alguien más.
En este caso,
Wang trabajaba en un virus que conocía bien. Como hijo de agricultores
campesinos de una pequeña aldea en el oriente de China, de niño se había
interesado en los conceptos científicos detrás de la vida animal y más
tarde ayudó a un equipo chino a realizar descubrimientos clave sobre el
MERS. Wang había leído sobre la investigación de McLellan y postuló para
unirse a su laboratorio en Dartmouth. Pronto se le asignó la tarea de
inmovilizar las desdichadas proteínas de espiga del virus del MERS.
Parte
de lo que hacía que las proteínas de espícula del virus MERS fueran tan
propensas a cambiar de forma era que tenían bolsas de espacio vacío.
Así que McLellan y Wang primero intentaron llenarlas con un pegamento
molecular: como un “relleno en una caries”, dijo McLellan. Luego,
intentaron insertar dos moléculas que, cuando estaban lo suficientemente
cerca, formaban un enlace, y pegaban una parte móvil de la espícula a
una más estable. Pero ambos métodos fallaron.
Un
tercer enfoque produjo excelentes resultados. Usando su mapa de HKU1
como una guía aproximada, se concentraron en una articulación
particularmente suelta de la espícula y agregaron dos aminoácidos
rígidos. Esos cambios hicieron que todo fuera más firme.
Sin
embargo, para cuando refinaron su método, la epidemia de MERS había
terminado y el interés en los coronavirus se había disipado. Su estudio
fue rechazado por cinco prestigiosas revistas científicas y terminó
sepultado en una publicación menos conocida y en una patente de 2017.
Ese
fue el único artículo científico en el que Wang aparecía como primer
autor después de tres años de trabajo; era mucho menos de lo que
requería para obtener el puesto académico de prestigio que anhelaba
conseguir en Estados Unidos.
Wang dice
que la falta de reconocimiento le dolió: había sido una labor rigurosa
y, a menudo aburrida, que le había robado tiempo con su esposa y pequeña
hija y dejó a su familia sin mucho dinero.
Pero
cualquier resentimiento desapareció cuando, a principios de 2020, meses
antes de dejar el nuevo laboratorio de McLellan en la Universidad de
Texas en Austin para irse a trabajar a una farmacéutica, Wang ayudó a
desenterrar sus viejos hallazgos para hacer una vacuna del coronavirus.
“En realidad, una cosita puede cambiar la disciplina e incluso cambiar el mundo”, dijo Wang. “Eso fue lo primero que pensé”.
La culminación de décadas de descubrimiento
A las 5:30 a. m. del 31 de diciembre de 2019, Graham estaba trabajando en la oficina de su casa cuando vio un comunicado de prensa de ProMed,
una lista de correo electrónico grupal para expertos en enfermedades
infecciosas de todo el mundo. Una nueva neumonía se estaba propagando en
Wuhan, China. A las 5:54, envió un correo electrónico a su grupo de
laboratorio que decía: “Deberíamos vigilar esto”.
Una
semana después, escuchó que la nueva y aterradora enfermedad era
causada por un coronavirus, el mismo tipo de patógeno que años antes
había estudiado durante su entrenamiento cuando la mayoría de
científicos lo ignoraban.
Llamó a su
antiguo colaborador McLellan, cuyo laboratorio había estado dividiendo
los esfuerzos entre los coronavirus y otros patógenos. Cuando su celular
sonó, McLellan estaba en una tienda de esquís en Park City, Utah
mientras esperaba que le amoldaran con calor sus botas para hacer snowboard. Cuando vio el identificador de llamadas, pensó que Graham lo llamaba para desearle una feliz Navidad atrasada.
Pero Graham le dio la fatídica noticia. “Tenemos que volver al ruedo”, le dijo. “Es nuestro momento”.
McLellan
le envió un mensaje de texto a su laboratorio para hacerles saber a
todos la noticia. Varios días después, cuando los investigadores chinos
publicaron en internet la secuencia genética del virus, se pusieron a
trabajar.
Utilizando lo que
habían aprendido al trabajar con el virus del resfriado de Yassine y el
MERS, el equipo se centró en las espículas y dio con las secuencias
genéticas en cuestión de días, al incorporar la técnica crucial de
cementación que McLellan y Wang habían perfeccionado.
Y el 15 de febrero, Graham y McLellan publicaron en una plataforma de manuscritos un artículo en el que detallaban la estructura de la espícula. Luego ese estudio sería publicado en la revista Science.
“Eso
fue importante”, dijo McLellan. “Como publicamos dónde poner las
mutaciones estabilizadoras, otras empresas pudieron utilizarlo”.
La
técnica de estabilización del equipo fue crucial para las vacunas de
ARNm fabricadas por BioNTech (que para ese entonces se había asociado
con Pfizer) y Moderna, así como para ciertas vacunas sin ARNm.
Una
vez que los científicos de Moderna y BioNTech dispusieron de las
secuencias genéticas de la espícula, sintetizaron las moléculas de ARNm
en sus laboratorios, aplicando el mismo ajuste químico que Weissman y
Karikó habían aprendido 15 años atrás. Envolvieron su carga genética en
capas protectoras de grasa como las que idearon los canadienses.
Vertieron el líquido transparente resultante en pequeñas ampollas de
cristal y las enviaron para realizar las primeras pruebas en humanos.
Para los ensayos clínicos cruciales de Moderna, el gobierno volvió a
apoyarse en las inversiones que había hecho en el estudio del VIH. El 3
de marzo de 2020, cuando el coronavirus se propagaba, Fauci llamó a
Larry Corey, virólogo del Centro de Investigación Oncológica Fred
Hutchinson y director de la red nacional de sitios para ensayos clínicos
de las vacunas para VIH, que ya tenía 21 años de existencia. “Es hora
de cambiar”,dijo Fauci.
El programa probaría simultáneamente
cuatro vacunas en unos 100 lugares: la inyección de ARNm de Moderna, así
como las formulaciones sin ARNm de Johnson & Johnson, AstraZeneca y
Novavax. (Pfizer decidió probar la vacuna BioNTech por su cuenta).
“Queríamos que todas tuvieran éxito”, dijo Corey.
El
equipo reclutó a 30.000 voluntarios, una tarea de enormes proporciones.
Había que inscribir a 2000 personas por día, mucho más, dijo Corey, de
lo que se había intentado para un ensayo.
En noviembre, se obtuvieron los primeros resultados del ensayo de la vacuna de ARNm de Pfizer-BioNTech.
Era
la culminación de décadas de descubrimientos fundamentales. Para llegar
a este punto, cientos de investigadores lo habían intentado, habían
fracasado, habían dado marcha atrás y habían realizado progresos
graduales en diferentes campos, sin nunca tener la certeza de si alguno
de sus esfuerzos daría resultado.
Graham
sabía que si estas vacunas funcionaban, allanarían el camino para otras
vacunas nuevas contra enfermedades tan variadas como el resfriado
común, la influenza y el cáncer e incluso contra un virus más
escurridizo, el VIH.
Graham estaba en
su despacho el 8 de noviembre cuando recibió una llamada sobre los
resultados del estudio: una eficacia del 95 por ciento; era mucho mejor
de lo que nadie se había atrevido a esperar.
“¡Funciona!”,
le dijo a su esposa. Dos de sus nietos, de 5 y 13 años, se acercaron al
escritorio de su despacho y lo abrazaron por enfrente. Su esposa y su
hijo lo abrazaron desde atrás. Y el virólogo empezó a sollozar.
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