Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Sylvia Colombo
BUENOS AIRES — Como incontables extranjeros, mi primera conexión con Buenos Aires fue por medio de una imagen del mítico Caminito,
un serpenteante callejón de casi 150 metros de largo con una hilera de
casas de chapa y madera coloridas que sigue el cauce de un antiguo
arroyo. Pero a diferencia de ellos, la primera estampa de Caminito que
vi no estaba impresa en una postal o en algún folleto turístico. Fue en
un cuadro que mi abuela Alzira pintó en 1972, el año en que nací, y que
colgaba en el pasillo de la casa de São Paulo donde crecí. Así que
cuando me mudé a Buenos Aires, ya tenía una relación estrecha con uno de
los lugares más icónicos de la ciudad y quizás del país.
Caminito está en el barrio de La Boca, una zona de la ciudad animada y variada, que recibió a miles de inmigrantes, principalmente italianos, en la segunda mitad del siglo XIX. Sin dinero para alquilar casas, esos inmigrantes vivían apiñados en los llamados “conventillos”, que albergaban a varias familias a la vez. En 1950, el caserío local se utilizó para construir una calle museo, que se podía visitar caminando y reunía a artistas para pintar sus fachadas.
Hoy
la influencia italiana está presente en toda la ciudad, desde los
hábitos gastronómicos hasta el cantadito del castellano que hablan los
porteños, y Caminito, con sus tiendas de suvenires, la permanente
melodía de los tangos y el humo de las parrillas, es un reducto de ese
peculiar estilo de vida que empezó a gestarse con la fundación de La
Boca en 1870. O así al menos lo era para las multitudes de turistas
extranjeros que lo visitaban hasta el comienzo de la estricta cuarentena
que el gobierno de Argentina ordenó al comienzo de la pandemia.
Argentina
ha tenido que lidiar con la gravedad de un virus que ha golpeado
especialmente a América Latina en medio de una profunda crisis
económica. Una de las primeras medidas del gobierno argentino fue la que
más afectó a Caminito: la interrupción total de los vuelos comerciales internacionales.
Sin turistas desde marzo, Caminito ha perdido el bullicio permanente.
Como depende en buena medida de los extranjeros que vienen a la ciudad,
sus comercios y restaurantes están hoy vacíos. El humo que se huele ya
no viene de los restaurantes repletos, sino de las ollas populares en
torno a las cuales se reúnen grupos de vecinos para intentar mitigar el
hambre de los más pobres, quienes perdieron sus trabajos y que, además,
necesitan protegerse del coronavirus. Es la imagen de un país en
recesión.
Hace mucho que los porteños ya no lo frecuentan como un paseo regular. Felipe Pigna, el conocido autor de Los mitos de la historia argentina,
cuenta que hasta los años setenta las familias porteñas de clase media
iban a La Boca para comer en sus cantinas o ver obras de teatro. Pero
después, el lugar se fue transformando en una atracción para los que
vienen de afuera.
El desierto
entristecido y empobrecido que hoy se ve en La Boca, se repite en otras
partes de la ciudad, donde se estima que han quebrado más de 3000 negocios
gastronómicos, el 40 por ciento del total. Muchos de ellos dependían de
los más de 3 millones de turistas que la visitaban cada año. Desde que
empezó la pandemia, la situación económica de Argentina viene en picada.
Entre marzo y mayo de este año, se perdieron casi 300.000 empleos en el país y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe estima que el PBI de Argentina caerá 10,5 por ciento. Si antes de la pandemia, más del 30 por ciento de la población era pobre, a fines de 2020 podría alcanzar el 40 por ciento (y casi un 60 por ciento de pobreza infantil).
En Caminito, los comerciantes y
artesanos dicen que ya no pueden pagar el alquiler de sus locales y
piden ayuda al Estado para aguantar el tiempo que queda hasta el fin de
la pandemia o hasta poder recibir nuevamente a visitantes. Muchos han
pedido ser exceptuados de pagar alquileres y tarifas de servicios
mientras sus locales estén cerrados. Algunos restaurantes cuentan con delivery, pero eso no llega siquiera al 5 por ciento del monto
que ganaban cuando estaban abiertos, según me dijo Aldo Elías,
presidente de la Cámara Argentina de Turismo. Algunos quioscos de
suvenires ahora venden productos de limpieza y golosinas a los vecinos
del barrio. Los suvenires quedaron arrumados al fondo de las tiendas.
Pasear
por Caminito este invierno austral provoca nostalgias de distintos
tipos. Una que siempre estuvo es la de aquella época glamorosa que los
locales evocan —el nacimiento del tango y los sueños de los inmigrantes
que venían a “hacer la América”— y que le habla directamente al corazón
de los argentinos, aunque no lo visitaran mucho en los últimos tiempos.
Otra que surge de acordarse nomás de lo que era Caminito hasta poco
tiempo atrás y que sale al paso del paseante en este invierno pandémico.
La última vez que estuve allí antes del golpe del coronavirus fue en
enero. Llevé a la familia de una amiga e hicimos el recorrido típico
entre un montón de gente. Nos compramos una caneca con la imagen de
Mafalda por 500 pesos (alrededor de 6 dólares, al cambio oficial), una
remera del Boca por 700 pesos (unos 9,5 dólares). Comimos parrilla en un
lugar repleto, donde teníamos que gritar nuestra orden al mozo. No nos
dábamos cuenta de que era la despedida a un mundo que se evaporaría en
poco tiempo.
Especialmente los fines de semana, había
un enjambre de turistas apiñados allí. Entraban a las tiendas y miraban
a los bailarines de tango que exageraban en el maquillaje y en los
giros aceptados por el género. También a los muñecos de cera apostados
en los balcones que imitan a cantantes y políticos. Uno podía tomarse
fotografías con los diferentes fondos típicos de las postales de
Caminito, selfis con un imitador de Maradona o con la imagen de Carlos
Gardel, íconos de la argentinidad. Era imposible no sentir curiosidad
por el colorido, la falta de simetría arquitectónica en las fachadas y
las pequeñas puertas y ventanas que parecían proteger una forma de vida
tan diferente a la de la ciudad moderna.
Ahora
que lo recorro vacío, me asalta el recuerdo de esta última alegre
visita. Levanto la vista y veo en lo alto de un balcón a una señora que
fuma mientras extiende su ropa a secar. Solo se escucha el ruido del
viento frío que viene del Riachuelo. El silencio de las calles desiertas
es agobiante.
¿De qué van a vivir esos trabajadores de Caminito si muchos de ellos ya son parte de los casi el 40 por ciento
de trabajadores informales de Argentina? No se puede esperar que las
ollas populares sean suficiente para paliar el hambre y la miseria.
Desde el principio de la pandemia, el gobierno de Alberto Fernández
viene entregando plata a los trabajadores informales como ayuda de
emergencia, a costa de aumentar la emisión monetaria. No se sabe hasta
cuándo se puede seguir haciendo esto sin generar una hiperinflación y
eso lleva al debate de si seguir con las cuarentenas estrictas o abrir
el comercio y los vuelos, para reactivar la economía.
El sector turístico argentino reclama una legislación específica
para estimular la actividad en la pospandemia. Más allá de la baja de
impuestos requerida por los comerciantes, el gobierno haría bien en
descontar el IVA y aprobar fondos de incentivo para que el turismo en
otras partes de país recaude dinero suficiente para los puntos menos
visitados. Algunas propuestas están en estudio en el Congreso, pero
hasta ahora no se ha hecho nada concreto.
Ojalá que la letra del lindo tango “Caminito” no sea un presagio de una nueva realidad del lugar y del país: “Una sombra ya pronto serás, una sombra lo mismo que yo”.
MÁS INFORMACIÓN