Fuente: https://letraslibres.com
Por: Jean Meyer
La historia como disciplina vive una dolorosa paradoja en nuestros días:
al tiempo que la demanda de contenidos aumenta en los medios masivos,
la edición de obras especializadas disminuye. Abrazar el carácter
literario de la historia acaso sea una salida a la crisis.
I. Nuestro futuro
Se trata, para empezar, del futuro del
oficio del historiador, de su futuro inmediato nada más. Porque Leszek
Kołakowski nos advirtió que “la historia de las ideas no es menos una
infinita colección de accidentes imprevisibles, de lo que puede serlo
una historia política. Aún así, siempre intentamos utilizar nuestra
ingenuidad para revelar una especie de ‘lógica’ en la secuencia de los
sucesos, y solo iluminados por esta ‘lógica’ podemos jactarnos de captar
el significado de los sucesos (o imponerles un significado)”.
O en versos del poeta sueco Tomas Tranströmer:
Noviembre ofrece caramelos de granito.
¡Impredecible!
Al igual que la historia del mundo
riendo en el lugar equivocado.
Y es que si bien la historia es una ciencia
social, es también la musa Clío, emparentada con todas las artes, en
nuestros días, muy cercana a la literatura y al cine. Pierre Menard
escribió que la historia es madre de la verdad, afirmación cervantina
que Borges califica de “mero elogio retórico”; queremos conocer la
verdad de los hechos pasados, porque arrieros somos y en el camino
andamos y porque, según Spinoza, “más conocemos cosas singulares, más
conocemos a Dios”. Algo que Goethe transforma en advertencia: “No vayan a
buscar detrás de los fenómenos; ellos mismos son toda la teoría.”
Fatídica advertencia para los del “marco teórico”. Escuchen a Jacob
Burckhardt cuando nos dice que los historiadores deberían prestar
atención “no solo a las causas materiales, sino más especialmente a las
espirituales y su visible transformación en efectos materiales”.
Grandes novelistas nos interpelan. Gustave
Flaubert: “Escribir historia es como beber el océano y mear una taza.”
Fiódor Dostoyevski: “¿Hay algo más insolente que un hecho?”
Por eso Henri-Irénée Marrou señala que “en
historia, es siempre fácil persuadir a los lectores; en cambio es mucho
más difícil persuadirse a sí mismo, al contacto de la ambigüedad de las
fuentes, y con las dificultades de la información y la comprensión,
sobre todo cuando se mide el alcance de la puesta existencial”.
Y, en sus Confesiones profesionales,
José Gaos advierte de otro problema: “La realidad está integrada, al
menos en parte, por sujetos individuales. La individualidad de estos
sujetos implica que a cada uno de ellos le es dada la realidad, en su
totalidad, en una perspectiva distinta, por poco que sea, de aquella que
le es dada a cada uno de los demás.” ¿A qué nos puede mover semejante
reflexión? ¿A qué, sino al escepticismo? Gaos piensa que “uno puede
tomar las cosas humanas, no solo teóricamente como meros productos
históricos, sino tomarlas como históricas gustosamente, complacerse con
ellas en su historicidad, en lo que tienen de humanas”.
“Los historiadores lo mezclan todo sin darse
cuenta de que esta mezcla forma parte de la materia de la que hablan, y
que esa materia se ríe de ellos.” René Girard era más crítico literario que
historiador, pero es precisamente de escritores como él o como Paul
Valéry que vienen las críticas más pertinentes para nosotros. Y de ellos
también la incitación a la confianza. Así el poeta Christian Bobin nos
dice: “La historia está hecha de pliegues, de rodeos y de muchas dudas.
La historia es como una tela doblada en ocho. Conforme se avanza en la
lectura, la vas desplegando, cada vez más grande, cada vez más brillante
ante tus ojos. Al leer, descubres poco a poco el motivo central y los
dibujos secundarios.”–¿Y cuál es su oficio del señor?
–Historiador.
–Ah… Es toreador y ¿torea toros?
–No, es doctor en historia.
–Ah… ¿doctor que cura?
Diálogo real, no imaginario, entre don Luis González y una mujer en
el rancho del Mandil, en agosto de 1975, a propósito de quien escribe
hoy. Los toros que toreamos son muy especiales. Y si hemos de creerle a
Paul Valéry, lejos de curar males, los doctores en historia los podemos
exacerbar, volviendo a las naciones amargas y soberbias, quitándoles el
sueño, reabriendo viejas heridas: la historia como el producto más
peligroso elaborado por la química del intelecto.
Según Carl Becker, nos encontramos en “la
antigua y honorable compañía de los sabios de la tribu, bardos y
cuenteros, trovadores y ministriles, adivinos y sacerdotes a los cuales
ha sido confiado, a lo largo de las épocas, la conservación de los mitos
útiles. Tal es nuestra función, como fue la de ellos, no crear sino
preservar y perpetuar la tradición social, armonizar, en la medida que
lo permitan la ignorancia y el prejuicio, el presente con las series
recordadas de acontecimientos”.
En nuestra historia inmediata, el oficio
pasó por tres etapas: en el siglo XVIII, la historia fue considerada
como una forma de literatura; el siglo XIX la pasó al rango de ciencia y
el siglo XX precisó que es una ciencia social. Sin embargo, los mismos
alemanes que inventaron la universidad moderna y la profesionalización
de la historia señalaron algo que no entendieron los positivistas
franceses, a saber, en palabras del gran Droysen, que “la historia es el
conocimiento que tiene la humanidad de sí misma, certidumbre sobre sí
misma”. No es “luz y verdad”, sino búsqueda, discurso, consagración.
Como Juan el Bautista, no es “la luz pero es enviado para dar testimonio
de la luz”. Dilthey y Max Weber siguieron en la misma senda, como bien
lo señaló el joven Raymond Aron y bien lo supo don Edmundo O’Gorman.
Nosotros presenciamos el desfile acelerado de unas modas más o menos
efímeras, desfile que bien podría señalar una crisis existencial:
después de los Annales. Economies, sociétés, civilisations, con
la consecuente descalificación de la historia política, militar y
biográfica, vino la “historia de las mentalidades”, luego la
“multiculturalidad”, de género, de la mujer, los “Subaltern Studies”, la
historia de la sexualidad y de las minorías sexuales, el abandono de la
historia económica y agraria, después la exaltación de la “memoria” y
de las conmemoraciones, el resurgimiento de la política, militar,
biográfica. ¿Regreso al punto de partida?
¿A qué corresponde esa desesperada búsqueda
temática? Ciertamente a una pérdida de audiencia social. Rafael Argullol
habla de “cultura enclaustrada” a propósito de la universidad en
general, pero su diagnóstico vale para los historiadores cuando escribe
que “la universidad se ha replegado sobre sí misma como consecuencia de
un nuevo antiintelectualismo favorecido por una sacralización del paper,
cuya confección obliga a renunciar a toda creatividad y riesgo. En
lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia ofreciendo a la
luz pública propuestas creativas, la universidad del presente ha
tendido a encerrarse entre sus muros. El universitario ha asumido
obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser preservado,
aun a costa de dar la espalda a la creación cultural”.
En el caso mexicano, el Sistema Nacional de Investigadores ha tenido
efectos positivos, como el apoyo indirecto a las universidades de
provincia y, en consecuencia, el alza indiscutible del nivel de los
investigadores; y también efectos perversos, como la desvalorización de
los libros (a favor del paper) y de la enseñanza. Un sistema de
becas que puede mantener a alguien, desde la licenciatura hasta el
postdoctorado, desde los veinte hasta los casi cuarenta años, fuera de
la realidad social y laboral, alejado por completo del contacto con las
aulas y los estudiantes. Por cierto, muchos colegas se niegan a dar
clases o cuando las dan consideran que es tiempo perdido para la
investigación, freno a la publicación sin la cual uno está amenazado con
perecer. Lástima porque publicar y enseñar, escribir y hablar son las
dos dimensiones inseparables de nuestra vocación.
Breve paréntesis: la enseñanza de la historia en primaria, secundaria
y preparatoria, en todos los países del mundo, no tiene nada que ver
con nosotros. Cuando mucho, participamos en la elaboración de los
manuales, pero nunca en el diseño de los programas, porque este está
reservado al poder político, a la burocracia educativa. Francia lo acaba
de demostrar con la reforma de los programas de historia que impuso el
Ministerio de Educación contra las protestas masivas de los profesores
de historia.
No me atrevo a decir cuáles son los factores que provocan la caída
abrupta del tiraje de nuestras revistas de historia y de los libros
publicados por nuestras instituciones, pero es preocupante saber que no
pasan de quinientos ejemplares que apenas se venden y que ni siquiera
todas las bibliotecas universitarias compran. Ciertamente las
universidades y los Centros Públicos de Investigación no han resuelto el
problema de la distribución. ¿Unirse al seno de una gran distribuidora?
El hecho de que nuestros libros no interesen a las grandes editoriales
comerciales ¿corresponde a nuestra “cultura enclaustrada”? Queda que la
crisis de la edición histórica es grave.
Autocrítica: Sí, es cierto, escribimos para un círculo estrecho de
colegas; ni siquiera alcanzamos a leernos entre nosotros; somos
demasiado especializados. En México, sobran los contemporaneístas y son
escasos los historiadores que salen del campo de la historia nacional,
tanto para la investigación como para la lectura. Lástima, en un tiempo
en que la historia se quiere más “global”, más sensible a los contactos,
relaciones, intercambios, conexiones entre las diferentes partes del
mundo, ese provincialismo no nos es propio. Pasa lo mismo en todos los
países, pero nuestro ombliguismo es grande.
II. Perspectivas
Existen nuevos retos que surgen de la multiplicación de los usos
sociales de la historia, de la historia como ocio colectivo en el cine y
la televisión, las exigencias de la memoria (el tristemente famoso
“deber de la memoria”) y las conmemoraciones que se han multiplicado de
manera exponencial al grado de ser una industria cultural. Incluso los
tribunales citan a los historiadores como testigos o expertos.
Lo más importante es que existe una demanda
por parte del “gran público” que se apasiona por una historia que no le
proporciona la academia, demanda que enriquece a las casas editoriales y
a los autores, amateurs en el mejor de los casos, peligrosos
falsarios en muchos otros. History Channel, Clío, PBS, BBC, y el canal
francoalemán Arte ofrecen productos televisivos de calidad que responden
al gran apetito por la historia.
Es lo que Margaret MacMillan llama “The History craze” en el primer capítulo de su famoso libro Dangerous games. The uses and abuses of History.
Por ejemplo, revistas mensuales de divulgación histórica, novelas
históricas, “docuficciones”, pasión por la genealogía, las raíces,
multiplicación de sociedades históricas locales, movilización para la
conservación del patrimonio. La lista de las manifestaciones diversas de
esa “locura por la historia” sería muy larga. ¿La sabremos aprovechar
para nuestro bien y para corregir los “abusos de la historia”? El
regreso de la biografía en los países anglosajones primero, en el resto
de Europa después y su ilustración en México por el pionero Enrique
Krauze, fundador de la empresa cultural historiográfica Clío, es uno de
los aspectos de la demanda de historia, fuera de la academia.
En 1932, el ya citado Carl Becker invitaba a los historiadores a responder a la demanda de Mr. Everyman:
De otra manera él nos va a dejar
cultivar una especie de seca arrogancia profesional crecida en el magro
suelo de la investigación anticuaria… esa investigación será de poca
monta si no se trasmuta en conocimiento común. La historia que se queda
inmóvil en libros no leídos no trabaja en el mundo. La historia que
trabaja en el mundo, la historia que tiene influencia sobre el curso de
la historia, es una historia viva que agranda y enriquece el especioso
presente colectivo, el especioso presente del Señor Cualquier Hombre.
Becker, op. cit., p. 234.
En ese sentido va la fascinación que muchos sentimos por la literatura, al recordar, con Luis González, que Clío es una musa y que el estilo es
esencial. Empecé citando a muchos escritores, pocos historiadores. Es
que el poder de conocimiento de los textos literarios es inmenso y nos
incita al experimento narrativo tan audazmente logrado por don Luis,
hace muchos años, en su célebre Pueblo en vilo. El poeta polaco
Adam Zagajewski invita: “¡Literatura, escritores! Entren en la
historia, abracen la historia” y John Lukacs le contesta: “Mi
exhortación va a la inversa: historiadores, ¡entren en la literatura,
abracen la literatura!”
"La historia puede escribirse plenamente
–dicen Paul Veyne e Ivan Jablonka–. Nuestra disciplina es, forzosamente,
literaria y puede asumirse como tal sin perder valor científico.”
Proféticamente en 1971, en la introducción de su libro Comment on écrit l’histoire,
Paul Veyne afirmó: “La historia es una novela real.” Algo que mantiene
hasta la fecha y empujó a su interlocutor, Ivan Jablonka, a escribir L’histoire est une littérature contemporaine. Manifeste pour les sciences sociales.
A un mundo global, historia global. Este es el reto más reciente que
ofrece una oportunidad para llegar al gran público. Después del relato
nacional del siglo XIX(México a través de los siglos) y la historia social del siglo XX, nos interesamos hoy en lo que Sanjay Subrahmanyam, autor de un fabuloso Vasco de Gama, llama con tino “historias conectadas”. Denys Lombard en su Le carrefour javanais ya lo hacía en 1990, pero tardó en encontrar imitadores. Serge Gruzinski se encuentra entre los valientes con su Quelle heure est-il là-bas? y en compañía de Romain Bertrand (autor de L’Histoire à parts égales), de Timothy Brook (Le chapeau de Vermeer), de David Cannadine (The undivided past. Humanity beyond our differences), de Jürgen Osterhammel (The transformation of the world. A global history of the nineteenth century) y de Kenneth Ch’en (Buddhism in China. A historical survey). La revista mexicana Istor,
fundada en el 2000, intenta seguir esa pista, de la misma manera que
predica a favor de una extensión temporal máxima de la historia, desde
2,800,000 años antes de Cristo hasta nuestros días, con su número
“Historia de la prehistoria” (núm. 60, primavera de 2015), para una
historia total, puesto que la noción de “prehistoria” no tiene sentido.
III. El futuro de la Historia como futuro de la humanidad
Historia con H para distinguirla de nuestra labor historiográfica,
sin eliminar aquella. Los hombres de mi generación, nacidos durante la
Segunda Guerra Mundial (nací dos meses después de Pearl Harbor, cuando
los japoneses tomaban Singapur), no pueden eludir la pregunta sobre el
sentido de la Historia, de la historia total. La guerra, los nazis, los
genocidios, la guerra otra vez (para un joven francés), Indochina,
Argelia, Vietnam, Afganistán una y otra vez, y los desastres actuales
posteriores al 11 de septiembre de 2001, la guerra lanzada por Rusia
contra Ucrania, la tragedia presente de los millones de personas
desplazadas en el mundo, la Historia nos plantea esa pregunta a la cual
la historia no puede contestar. ¿O podrá? Ciertamente la historia nos
enseñó que las civilizaciones son mortales (Paul Valéry), muchas veces
mortales si uno piensa en la destrucción de las ruinas de Palmira por el
Califato. De manera menos trágica, la paleontología, que da a la
historia de la humanidad una profundidad de millones de años, plantea la
misma pregunta eterna: ¿De dónde venimos, adónde vamos?
El carácter desaparecido para siempre,
irrecuperable, de lo que fue el hombre griego, el hombre maya, lleva
forzosamente al historiador a cierta tristeza y a la metafísica, por
ejemplo, a lo que Marrou llama “un optimismo trágico (cristiano) que se
afirma por la fe y mantiene la esperanza a pesar de la realidad del mal,
demasiado dura y demasiado sensible. Esta visión realista le permite al
pensamiento cristiano asumir la seriedad profunda del pesimismo
helénico o judío, el del libro de Job y el del Sileno cuando hablaba con
el rey Midas”.
El futuro es un misterio, la Historia es imprevisible, la verdad
absoluta revela a Dios, de modo que lo único que podemos hacer nosotros
es luchar contra las mentiras, falsedades, errores. Según Owen Chadwick,
“todos los acontecimientos históricos son en parte misteriosos” y según
Søren Kierkegaard, “la Verdad absoluta pertenece a Dios, no a nosotros:
lo que nos es dado es la búsqueda de la verdad”.
Terminaré citando a don Edmundo O’Gorman:
Ya dijimos que la verdad histórica
es apocalíptica; ahora sabemos que su mensaje es evangelio de libertad.
En estos días cuando la idiosincrasia personal y la búsqueda de la
felicidad individual están en tanto riesgo, cuando los hábitos e
instituciones democráticas se hallan tan amenazados, el conocimiento
histórico auténtico les brinda refugio y es su fortaleza. No abandonemos
las murallas pasándonos a las filas del enemigo. Un libro de historia,
cualquiera que sea su finalidad inmediata, debe dar testimonio de la
natural y riquísima variedad de lo individual humano y, de ese modo,
romper una lanza por la causa de la libertad. ~
Edmundo O’Gorman, “La historia: apocalipsis y evangelio”, Diálogos, vol. 12, núm. 4 (70), julio-agosto de 1976, p. 10.